Aun Antes De comenzar a registrar la historia, los hombres y las mujeres han sentido el deseo de documentar sus más profundos sentimientos espirituales, para compartirlos con los demás, hasta para ayudar a cambiar, o reformar, la vida de aquellos que están a su alrededor. El hombre ha expresado estos sentimientos de innumerables maneras, a través de pinturas, símbolos, comunicación verbal y lengua escrita. Se podría decir que en un sentido general, la palabra “escritura” incluye todas estas expresiones.
Los vestigios más primitivos del alcance espiritual del hombre se revelan en las pinturas hechas en las paredes de las cuevas en lo que es ahora Europa. Por ejemplo, en las montañas de los Pirineos al sur de Francia, dentro de las profundidades de una cueva conocida con el nombre de “Trois Freres” [Tres Hermanos], una figura misteriosa ha estado observando a los visitantes por más de treinta mil años. Sus ojos negros y apremiantes miran con fijeza a través de una máscara de ciervo con cornamentas. Los entendidos dicen que esta figura representa a un “shamán”, un sacerdote o curandero de las culturas primitivas.
La adoración a los animales y a la naturaleza continuó por miles de años en sociedades tribales que surgieron de las comunidades de la Edad de Hielo y se esparcieron por todo el mundo. Por ejemplo, antes de que los europeos hubieran pisado las Américas, más de dos mil tribus indias con diferentes lenguajes y culturas poblaron el vasto continente, con un shamán que mantenía su posición como el centro espiritual de la tribu. Las tradiciones y oraciones ceremoniales se transmitieron de generación en generación, pero nadie las registró en los libros sagrados, sino que fueron descritas en la piel de animales, así como también en los cantos, forma de tocar los tambores, la música y la danza.
LAS ANTIGUAS ESCRITURAS DEL MEDITERRANEO
En el delta del río Nilo, cerca de 2600 años antes del nacimiento de Cristo, los egipcios pintaron y tallaron sus creencias religiosas en las paredes de piedras gigantescas, en pirámides, colosales piedras moldeadas y esfinges. Tal como la gente de las tribus primitivas, ellos adoraban a seres que eran en parte personas y en parte animales. También adoraban a otro tipo de deidades tales como ríos, cocodrilos, pájaros y gatos, y reverenciaban a dioses y diosas con formas humanas que representaban las fuerzas de la naturaleza — la lluvia, el fuego, la tierra, el agua — y a deidades que representaban el amplio espectro de las emociones mortales.
En las antiguas creencias religiosas de los egipcios, la adoración a los reyes también desempeñó una función importante. A sus reyes los llamaban faraones, pues creían que eran descendientes de los dioses. De hecho, pensaban que sus faraones eran la encarnación del dios Horus, que acostumbraba a aparecer en forma humana con la cabeza de un halcón.
Varios cientos de kilómetros hacia el norte a través del Mediterráneo, se estaba desarrollando otra sociedad antigua, la de los minoicos en la isla de Creta. Allí, de acuerdo con la mitología griega, se decía que el legendario rey Minos, del cual la civilización tomó su nombre, se había casado con la diosa Pasífae, la hija del sol. Su monstruoso hijo, el sanguinario Minotauro, devoraba a hombres y mujeres jóvenes, a quienes el pueblo de la isla sacrificaba. Con el tiempo, el Minotauro fue muerto en el laberinto por el héroe Teseo.
En esta primitiva sociedad agrícola, no es sorprendente que la diosa de la fertilidad se convirtiera, además, en la figura central de la adoración del pueblo.
Con el advenimiento de la Edad de Bronce, la adoración y las escrituras de los cretenses comenzaron a ser más sofisticadas. El mito que tomaron prestado del Minotauro griego, literalmente fue formado en piedra en el “Laberinto”, un palacio que cubrió una área de seis acres y fue construido para uno de los sacerdotes-reyes que reinó durante la época de más esplendor de la civilización de los minoicos. Cuando estos reyes-dioses invadieron el territorio continental de Grecia, la cultura y religión de los cretenses influyeron mucho en las ciudades-estados de Grecia.
Con el paso de los siglos, las deidades griegas se tornaron más sofisticadas y más parecidas al ser humano, transformándose en los personajes urbanos, corteses, y a menudo imprevisibles que encontramos en las obras épicas del gran Homero del siglo VIII a. de J.C. Son estos espléndidos poemas épicos sobre la gloriosa victoria griega en la guerra de Troya, La Odisea y La Iliada, las que en cierto sentido reúnen las sagradas escrituras del pueblo griego.
Lo más cercano a una declaración teológica completa del mito griego fue escrito por Hesíodo alrededor del año 800 a. de J.C. Combinando los tradicionales dioses y diosas griegos con mitos orientales, Hesíodo describe en su libro Teogonía una serie de deidades centradas alrededor de Gea (la Tierra) y Urano (los Cielos). Y él cuenta Cómo Moira (Diosa del Destino) tenía dominio sobre estos dioses y espíritus, sorprendiéndolos siempre con algún nuevo cambio en los acontecimientos.
En el siglo VI a. de J.C., durante la época de Pericles (el hombre de estado que ayudó a iniciar la democracia en Atenas), la religión griega se volvió cada vez más centrada en el hombre. Un filósofo llamado Sócrates — que hacía a los atenienses agudas preguntas acerca del alma y del cuerpo, y sobre lo real y lo ideal — se convirtió en la fuerza clave de la Grecia intelectual. Su estudiante Platón fundó una academia para perpetuar las enseñanzas de Sócrates y escribió la mayor parte de lo que su maestro dijo en una colección de diálogos que no eran escritos religiosos en el estricto sentido de la palabra, pero hacían alusión a la espiritualidad del hombre y del universo.
Casi al mismo tiempo, una nueva y vigorosa cultura se estaba desarrollando lentamente en lo que es ahora Italia. La floreciente república de Roma se transformó en un agresivo poder militar, que se apoderó de cada ciudad-estado de Grecia. Al suceder esto, inevitablemente los romanos adoptaron la mayoría de los dioses y diosas de Grecia, dándoles nuevos nombres en latín.
En los últimos siglos antes del nacimiento de Jesús, la mitología pasó a ser menos y menos importante tanto para los griegos como para los romanos. Y el expansivo imperio romano se transformó en una especie de religión por derecho propio, y los Comentarios de Julio César sobre la conquista de Galia por los romanos, servían como un tipo de escritura que celebraba esta religión cívica.
LAS ESCRITURAS JUDEO-CRISTIANAS
Mientras que variadas formas de escritura estaban desarrollándose en Grecia y Roma, en el Medio Oriente estaba tomando forma un modo de vida religiosa muy diferente. En el siglo XVIII a. de J.C., en lo que es ahora el sur de Iraq (conocido en ese entonces como Mesopotamia), un hombre llamado Abram, líder de una tribu semejante a los gitanos — como nómadas en el desierto — se enfrentaron con un concepto nuevo y radical acerca de Dios. El habló con este Dios, a quien lo llamaban Yahvé, e instintivamente creyó en Sus palabras. De hecho, Abram y Yahvé hicieron un acuerdo, el cual desde entonces ha sido llamado el “pacto perpetuo”. Los términos de este acuerdo eran que Abram y sus hijos siempre obedecerían y seguirían a Yahvé y no a otro dios. A su vez, Yahvé prometió proteger y cuidar a la familia de Abram y a sus descendientes.
En esta región del mundo, conocida como la Creciente Fértil, debido a la riqueza de su tierra, las ideas de Abram sobre Yahvé fueron revolucionarias. Hombres y mujeres de la predominante cultura de los amorreos adoraban a dioses personales, a los dioses de la fertilidad y a los reyes-dioses. Cada individuo oraba a su propia deidad.
Pero a la edad de 75 años, Abram, en obediencia a una orden de Yahvé, reunió a su familia y juntó su rebaño y los guió a la tierra situada al sur de Canaán, la que se conoce hoy como Israel. Yahvé le dijo que reclamara para siempre esa tierra para él mismo y para sus hijos. Y debido a su fidelidad, Yahvé le puso un nuevo nombre, el de “Abraham” o “padre de muchedumbre de gentes”.
A través de los años, los relatos sobre el pacto de Abraham con Yahvé se transmitieron de padres a hijos, de generación en generación. Gradualmente, la tradición empezó a tomar forma, la que inspiró a estos antiguos apriu, o “hebreos”, pueblo que amaba y seguía a su Dios a donde El quisiera guiarlos. Cuando el nieto de Abraham, llamado Jacob, descubrió por sí mismo a Yahvé, Dios le puso un nuevo nombre, el de Israel. A partir de entonces todos los descendientes de Jacob se conocieron con el nombre de hijos de Israel. El saber que ellos eran el pueblo de Yahvé, dio a los hebreos valor para ser leales a su Dios, aun cuando los egipcios los capturaron algunos siglos más tarde y los llevaron como esclavos.
