Escuchamos Con Frecuencia, en ciertos programas radiales, a personas que desahogan su indignación contra algún funcionario del gobierno o alguna circunstancia. Es evidente que la ira se ha difundido, expresándose en conflictos raciales, violencia en las calles o en facciones de la comunidad renuentes a cooperar con el orden público.
Si bien la ira podría considerarse como una reacción natural, e incluso terapéutica, contra la injusticia, no ofrece, en realidad, ninguna solución genuina. El estado de pensamiento frustrado e incitado sólo tiende a empañar la razón, e impedir la percepción de soluciones posibles y de pasos que guíen en la dirección correcta.
No hay nada realmente nuevo en cuanto a esta manera de pensar que se basa en la carnalidad que genera odio y conflicto, ni sobre el atemorizante punto de vista acerca de la vida que ve al hombre como una víctima perpetua, sujeta a fuerzas que están fuera de su control. Cualesquiera que sean las nuevas formas de los problemas de hoy en día, su denominador común es el mismo que siempre ha sido. San Pablo lo describe como los designios de la carne, él dijo a los romanos que son “enemistad contra Dios”. Rom. 8:7. Afortunadamente, hay un remedio, y es tan poderoso hoy en día como lo fue en tiempos de la Biblia. Probablemente se resuma mejor en el consejo que San Pablo dio a los filipenses: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús”. Filip. 2:5.
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