La Vida Cristiana siempre ha sido definida fundamentalmente como un ministerio de amor, de amar como el Salvador mismo amó. De hecho Jesús dijo a sus seguidores que este amor propio del Cristo era la característica que los identificaría ante el mundo. El dijo: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros”. Juan 13:34, 35.
No obstante, a través del ejemplo de Jesús, los discípulos descubrieron que cuidar los unos de los otros era tan sólo el comienzo. También debían amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con toda su mente. Debían amar a toda la humanidad como a ellos mismos.
Por lo tanto, el amor del cristiano, para ser fiel a su ministerio, necesariamente tiene que expresarse sin condiciones, sin esperar beneficios personales ni retribución. Debe ser enteramente generoso; no debe estar influido por el prestigio ni el lugar; no debe estar sujeto a clase social ni raza; y no deben temerse sus resultados. El amor del cristiano debe ser puro y espontáneo, como el de los niños. Debe consolar y sanar. Debe ser universal.
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