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Nuestro ministerio cristiano

Del número de julio de 1993 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


La Vida Cristiana siempre ha sido definida fundamentalmente como un ministerio de amor, de amar como el Salvador mismo amó. De hecho Jesús dijo a sus seguidores que este amor propio del Cristo era la característica que los identificaría ante el mundo. El dijo: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros”. Juan 13:34, 35.

No obstante, a través del ejemplo de Jesús, los discípulos descubrieron que cuidar los unos de los otros era tan sólo el comienzo. También debían amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con toda su mente. Debían amar a toda la humanidad como a ellos mismos.

Por lo tanto, el amor del cristiano, para ser fiel a su ministerio, necesariamente tiene que expresarse sin condiciones, sin esperar beneficios personales ni retribución. Debe ser enteramente generoso; no debe estar influido por el prestigio ni el lugar; no debe estar sujeto a clase social ni raza; y no deben temerse sus resultados. El amor del cristiano debe ser puro y espontáneo, como el de los niños. Debe consolar y sanar. Debe ser universal.

La universalidad de este amor no sólo representa una de las promesas más importantes del cristianismo, sino también una de sus principales exigencias. Puesto que amar de la manera que Jesús enseñó significa incluir no sólo a nuestros vecinos, a nuestros amigos y a quienes son creyentes, sino también a nuestros enemigos y a los no creyentes. G. K. Chesterton, el conocido escritor y conferenciante británico, en cierta ocasión afirmó que desde su punto de vista la “razón por la cual Cristo dijo que amáramos a nuestro prójimo y a nuestros enemigos fue indudablemente que ellos son con frecuencia las mismas personas”.Context, 15 de marzo de 1992. Cuando se trata de expresar la ternura y la compasión del Cristo, no sería correcto que trazáramos líneas divisorias entre aquellos que son dignos de nuestro amor y aquellos que no lo son.

Jesús demostró a sus discípulos la naturaleza universal del amor sanador propio del Cristo al incluir en su cuidado espiritual a un publicano, a una mujer que había sido descubierta en el acto mismo del adulterio, y a un leproso proscrito, tan naturalmente como incluía a amigos, tales como Lázaro, o a un miembro de la familia de uno de sus discípulos más cercanos, como la suegra de Pedro. El bálsamo sanador, el toque del Cristo estaba al alcance de todos.

Sin embargo, una vez que hemos aceptado la justicia y responsabilidad de este ministerio de amar como lo hizo Jesús, a la mayoría de nosotros como cristianos no siempre nos resulta fácil de cumplir. Quizás nos preguntemos, ¿cómo se logra esto tan maravilloso? Y no sólo cómo lograrlo, sino ¿cómo podemos sentirlo?

La Ciencia Cristiana ofrece una explicación espiritual para el origen del amor, y un método para comprender cómo opera de una manera práctica en la experiencia humana. Sin embargo, esto no es una suerte de análisis clínico, sino una verdad viviente que trae vitalidad, alegría y espontaneidad al esfuerzo cristiano.

La Ciencia del Cristo afirma que aun cuando el amor humano lamentablemente resulte inadecuado para satisfacer las necesidades humanas, el Amor divino es siempre más que suficiente. El Amor divino es en realidad un nombre para Dios Mismo, y saber que Dios es Amor nos revela la fuente de provisión verdaderamente inagotable que tenemos disponible para hacer nuestra propia demostración de amor.

Si en nuestro intento de amar tanto a nuestros amigos como a nuestros enemigos, confiamos exclusivamente en el corazón y en los afectos humanos, indudablemente no podremos lograrlo. Nos sentiremos agotados e incluso lastimados por el esfuerzo. Si en cambio confiamos únicamente en el Amor divino y en su ley de expresarse constantemente, encontraremos que siempre hay más que suficiente para que nuestro abrazo sea individual y universal a la vez, sin que se consuma, se enfríe o pierda poder. Por su propia naturaleza el Amor divino, que es Dios, no puede ser menos que infinito. Al razonar desde esta base, si somos en verdad la creación de Dios, debemos manifestar y ser parte de ese mismo amor infinito. Como enseña la Biblia, la creación del Amor expresa al Creador. El hombre espiritual, nuestro verdadero ser, es el reflejo de Dios, el reflejo del Amor.

Nosotros no hacemos que el amor se manifieste. En realidad, existimos por causa del Amor divino, para ser el amor mismo. Al alcanzar este reconocimiento espiritual de nuestra identidad, descubrimos la capacidad innata que cada uno de nosotros tiene para cumplir con todo lo que Jesús demandó de sus seguidores. Sentimos este amor por medio de la oración y de la percepción espiritual de la misma manera que sentimos todo lo que es verdadero y sustancial respecto a nosotros mismos. Si el amor caracteriza lo que realmente somos, no podemos dejar de reconocer el cuidado que Dios tiene para con nosotros. No podemos dejar de sentir amor de la misma manera que no podemos dejar de sentir el calor del sol en el cielo azul de una tarde de verano.

Aun así, no cabe ninguna duda de que amar al prójimo que es nuestro amigo ciertamente parece exigirnos menos que amar a aquellos que se consideran nuestros enemigos. Es necesario que no consideremos que los demás son nuestros enemigos. El impulso divino que ha despertado en nosotros una convicción más profunda de la naturaleza espiritual que tenemos por ser el reflejo del Amor infinito, también nos convence de que esta verdad fundamental no debe ser verdad sólo para nosotros. Si es verdad para uno, necesariamente es verdad para todos, tanto para aquellos que son nuestros amigos como para aquellos que no han sido tan amigables con nosotros.

Esto no significa que podemos lograr la salvación de otra persona. Pero se sabe que el amor del Cristo, que se expresa imparcialmente a todos, tiende puentes sobre abismos aparentemente infranqueables. Ha puesto al descubierto malos entendidos, y ha traído renovada confianza. Ha eliminado rencores. Ha escrito tratados de paz en el corazón de esposos y esposas, de padres e hijos, de compañeros de trabajo, de los trabajadores en las iglesias, de líderes políticos, e incluso de personas que viven en lados opuestos de barreras construidas hace tanto tiempo atrás que nadie recuerda porqué. La rivalidad, la división y el antagonismo han caído sin poder ante la presencia de la compasión pura propia del Cristo.

El amor del cristiano que lo incluye todo, es, en conclusión, la fuerza sanadora más poderosa que el mundo ha conocido o podrá conocer. No es de sorprender que Mary Baker Eddy, la Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana, haya escrito en Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras: “El Amor universal es el camino divino en la Ciencia Cristiana”.Ciencia y Salud, pág. 266. Es el único camino.

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