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El progreso y el propósito personales, y la paz de una vida sin apremios

Del número de enero de 1994 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


“¿Por qué vivir con tanto apuro y desperdiciar la vida? Estamos decididos a estar famélicos antes de tener hambre”.

Estas Palabras De Henry David Thoreau en su libro Walden nos muestran la lucha honesta del autor por hacer que sus contemporáneos tomaran conciencia del problema que él pensaba afligía a muchos. Sus observaciones son muy oportunas para referirse a la sociedad actual que se mueve a ritmo tan acelerado y que no se detiene ni por un momento. Sin embargo, es obvio que Thoreau no estaba escribiendo en los años 1990 sino a mediados del siglo XIX, una época a la que tendemos a recordar como bucólica y simple, la clase de “buena vida” que la gente anhela con nostalgia.

Después de todo, en la época de Thoreau el viajar a diario dependía en su mayor parte del caballo y hasta de los pies. Naturalmente, por ese entonces las mercaderías eran transportadas a menudo por tren y por barco. Pero había pocas de las comodidades o actividades comerciales intrincadas y ampliamente interconectadas que son tan comunes hoy en nuestra rutina diaria. No había comunicaciones telefónicas (y el sonar del teléfono no interrumpía constantemente a nadie), no había transacciones financieras electrónicas superrápidas, no había líneas telefónicas conectadas a las computadoras, ni mensajes vía FAX, ni conferencias de negocios a las que se asiste a través de aviones supersónicos transcontinentales. Expresiones tales como “maniático por el trabajo”, “gracias a Dios que es viernes” y “agobiado por tanto trabajo” si bien su significado podría haber sido claro aun en 1850, por cierto que no eran parte del vocabulario común.

De modo que hace casi 150 años, nos encontrábamos con una sociedad que todavía podría catalogarse como predominantemente agraria, a la que tendríamos la tendencia de considerar ordenada y estructurada básicamente por las simples necesidades de la vida humana, que estaba funcionando de acuerdo con el ritmo del cambio de las estaciones. ¿Cómo es posible que su gente fuera turbada por la clase de prisa y apresuramiento que estaba describiendo Thoreau, el “apuro” que amenazaría dejar a una persona con la sensación de que ha desperdiciado su vida, que está acabada, preguntándose si su vida realmente sirvió para algo, con el anhelo de tener propósito y significado?

Quizás lo que Thoreau estaba abordando resulte ser un desafío bastante universal que no está realmente confinado a cierto período histórico, estructura social o circunstancias físicas exteriores. Es indudable que algunas culturas y sociedades han tratado el problema con más eficiencia que otras, y probablemente sea razonable llegar a la conclusión de que cuanto más compleja es la estructura social, tanto más propensa está para tener cierta clase de tensiones. Sin embargo, ¿acaso el problema básico subyacente no es realmente el de la perspectiva, cómo las personas, independientemente de la época o la cultura, están considerando lo que es verdaderamente importante en su vida; cómo valoran la experiencia; cómo perciben la realidad misma?

La Ciencia del Cristo, o Ciencia Cristiana, ofrece una perspectiva radical y espiritual sobre el estado del hombre y la realidad. Esta perspectiva, a su vez, ofrece un refugio contra las ansiedades, la confusión mental y el vivir desperdiciado por los planes precipitados (y atormentados) que tiene el mundo para la existencia humana. No obstante, la perspectiva espiritual no es una forma de escapismo. No nos saca de los compromisos que tenemos normalmente en la sociedad, ni tampoco disminuye de alguna manera la responsabilidad que tiene la persona de prestar servicios productivos. Pero sí le da una paz más firme a nuestras iniciativas, gracia a nuestras acciones, una dirección llena de propósito que nos permite progresar con firmeza en nuestra vida.

Lograr esta perspectiva de la Ciencia Cristiana, que revela al verdadero ser del hombre, nuestra propia identidad espiritual, básicamente depende de que lleguemos a comprender la relación primordial que tenemos con nuestro creador, Dios. Mediante la oración y el estudio de la Biblia y el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud por la Sra. Eddy, naturalmente empezamos a ejercitar más de nuestro sentido espiritual innato. Empezamos a comprender que la naturaleza de Dios es infinitamente buena, infinitamente inteligente, infinitamente protectora, siempre cercana. Vemos más de Su verdadero carácter como el único bien divino, la única Mente, el Amor omnipotente, el Espíritu omnipresente.

Una vez que se alcanza ese deseado punto de vista espiritual, se hace evidente, por medio de la actividad del Cristo, de la revelación y la lógica divina, que el hombre creado por Dios debe incluir todas las cualidades esenciales de Dios Mismo. Fundamentalmente, la creación debe ser la semejanza del creador. El hombre de Dios manifiesta la bondad pura; la idea de la Mente representa la inteligencia pura; la expresión del Amor es pura y afectuosa; el reflejo del Espíritu es puramente espiritual. Nuestro Dios no está apurado; y Su expresión no es una idea apurada.

Jesús demostró que la realidad del ser del hombre espiritual es la imagen y semejanza de Dios. Su vida ilustra el ideal más elevado de lo que significa pensar y actuar de tal manera que el progreso, el propósito y la paz individuales sean el resultado natural, sin que haya ansiedad ni un espíritu famélico. Es difícil pensar que Cristo Jesús haya sido alguna vez impulsado a actuar con apuro. Esto, por supuesto, no significa que el Maestro fuera lento para actuar o que no respondiera inmediatamente cuando era necesario. Más bien, la respuesta normal de Jesús era hacer exactamente lo que era preciso, exactamente cuando era necesario. Si se lo puede llamar de alguna forma, Jesús puede ser llamado un activista espiritual, representado perfectamente por un ministerio que se caracterizó por tener curaciones instantáneas de enfermedades y pecados, y que hasta venció a la muerte.

Debido a que Jesús sabía que siempre estaba ocupándose de los asuntos de su Padre, que era guiado en todo momento por la voluntad de Dios, que su propia vida continuamente reflejaba la Vida divina, no había lugar en su pensamiento para que la ansiedad se acoplara a la actividad; no había un ser “apresurado”. Jesús una vez dijo: “Antes que Abraham fuese, yo soy”. Juan 8:58. Vio que la vida del hombre era eterna, un progreso y un propósito individuales y continuos que no pueden ser interrumpidos y, por lo tanto, no necesitan y, en realidad, no podrían jamás ser apurados.

Al aprender del ejemplo de Cristo Jesús, comprendemos que el hecho de alcanzar la posición ventajosa de nuestra relación con Dios por medio de la oración, nos demuestra cómo debemos enfrentar las exigencias de cada día con la expectativa de lograr el bien en lugar de temer el fracaso. Comprendemos que la perspectiva de vivir como el reflejo de Dios infunde esperanza en lugar de desesperación, alegría en lugar de frustración, gratitud y visión donde un espíritu de mezquindad o pequeñez de espíritu pretendería limitar nuestros horizontes. Como nos lo promete un himno: “Confía en él y nada has de temer”.Himnario de la Ciencia Cristiana, N.° 202.

En Ciencia y Salud la Sra. Eddy observa: “.. . el progreso es la ley de Dios, cuya ley nos exige sólo lo que podemos cumplir con seguridad”.Ciencia y Salud, pág. 233. Gracias al poder y a la presencia del Cristo, la Verdad, podemos lograr todo lo que debemos hacer, todo lo que es bueno. Dios nunca nos pide que hagamos más de lo que El nos ha capacitado para hacer. A medida que cedemos a esta verdad y conscientemente moramos en la continuidad del bien espiritual, no nos precipitaremos hacia una vida inútil o carente de significado. Progresaremos con firmeza, y tendremos propósito, y habrá un lugar en nuestra vida para la paz genuina.

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