Cuando Era Niña por ignorancia tenía temor a los hombres de que eran de distinta raza que yo. También, debido a las influencias políticas y raciales que había en la sociedad donde vivía, fui llevada a creer que las personas de un grupo ancestral podían ser inferiores a otras. Esto me confundió mucho. Pero mi madre, que conocía el Evangelio de Cristo Jesús, calmó mis temores enseñándome que todas las personas son iguales y que formamos parte de una sola familia universal. También me demostró que nos podemos amar verdaderamente los unos a los otros cuando amamos como Jesús amó.
Mi madre también practicó lo que predicó. Durante la Segunda Guerra Mundial, ella dio su amor imparcial a judíos y pan a prisioneros rusos. Ella me enseñó a hacer lo mismo y a que no tuviera temor de la persecución que había en nuestro país en esa época. Su hábito de volverse en oración a la sabiduría del Amor divino, la protegió a ella y salvó a toda nuestra familia cuando mi madre fue denunciada e interrogada.
De estas experiencias llegué a comprender que los conflictos constantes que existen entre los pueblos y las familias son el resultado de la creencia generalmente aceptada de que existen muchas mentes y razas y que necesariamente deben ser antagónicas entre sí. El estudio de la Biblia, de acuerdo con las enseñanzas de la Ciencia Cristiana, nos ayuda a superar esta creencia. Comenzamos a comprender que puesto que Dios, el Espíritu, es el creador del hombre, el hombre es en realidad espiritual, no una personalidad material con antecedentes raciales en particular. El amor de Cristo Jesús reflejó esta verdad. El expresaba un amor imparcial y profundamente espiritual que sostiene que el hombre es la imagen de Dios y de ese modo libera y eleva a la raza humana. Al seguir sus enseñanzas y ejemplo, podemos percibir la armonía de la realidad divina, donde no existe el racismo de ningún tipo. La parábola tan conocida del buen Samaritano que nos dio Jesús nos ayuda a demostrar cómo debemos actuar con nuestro prójimo. Véase Lucas 10:30–37.
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