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Las buenas noticias acerca del pecado

Del número de octubre de 1994 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


HACE MUCHOS AÑOS, la manera en que marchaban todas mis cosas me había convencido de que yo no podía hacer nada bien. Me parecía que cometer errores era algo natural para mí. Estaba convencido de que era un perdedor porque era un pecador. Pero algo, dentro de mí, se rebelaba ante esa idea. Y aunque pecaba reiteradamente, al mismo tiempo tenía esperanza, o sea, siempre sentí que algún día vería las cosas con claridad y descubriría que después de todo, yo no era tan malo.

Los principios religiosos que me habían inculcado afirmaban que el pecado era una especie de mancha indeleble en la historia personal de una persona, como una herida que deja en el ser una cicatriz permanente. Uno podía ir acumulando estas heridas y cicatrices hasta terminar finalmente tan cubierto de ellas que la identidad del individuo quedaría anulada por completo. Si eso llegaba a suceder, se consideraba que la perdición del individuo era tal que no le quedaba otra alternativa que sufrir ardiendo en el fuego de un supuesto infierno posterior a la vida terrenal.

No cabe duda de que el pecado es totalmente malo y debe rechazarse. Pero el concepto con el que yo estaba luchando hace que uno siempre sienta que es un perdedor, incapaz de escapar del pecado. También puede hacernos sentir que no somos dignos del amor, o aun de la vida. Bajo la tiranía de esta creencia, yo vivía alternativamente entre la escrupulosidad compulsiva y el abandono moral. Me parecía mucho al hijo pródigo de la Biblia, desperdiciando mi vida, “viviendo perdidamente”. Véase Lucas 15:13.

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