Hace Muchos Años, después de un divorcio muy lamentable, recibí la custodia de mis dos hijos. Cuando el mayor de ellos se volvió demasiado difícil de gobernar, estuve de acuerdo en que se fuera a vivir con su padre hasta que terminara el año escolar. (Su padre vivía en un distrito donde las escuelas públicas eran consideradas de un nivel superior, mientras que en la zona donde yo vivía, su reputación era todo lo contrario.)
Mi ex esposo me informó que nuestro hijo se había adaptado muy bien y que se había operado en él un cambio notable, tanto en su comportamiento como en sus estudios. Por esta razón, le permití quedarse a vivir con su padre. Pocos meses más tarde, su padre quiso que le cediera también a nuestra hija, a fin de que los niños pudieran estar juntos. A ella le iba muy bien en la escuela, estaba contenta con su niñera y nuestra relación era muy afectuosa; por lo cual me resultó muy difícil aceptar esta proposición. Tuve que librar una lucha muy dolorosa conmigo misma mientras trataba de dejar de lado mis propios sentimientos y permitir, de esta manera, que ella pudiera tener un sentido más completo de hogar. Pasaron ocho meses hasta que finalmente pude dar mi consentimiento. Más adelante al padre se le ocurrió que a fin de establecer una mejor relación entre los niños y su madrastra y una mayor armonía en la familia, yo no debía ver más a los niños. Después de mucha conmoción de mi parte y gran aspereza de ambos lados, accedí.
Siguió un período de quince años durante el cual tuve que luchar contra oleadas de depresión y culpa, acompañadas de devastadores dolores de cabeza. Rompía en llanto en cualquier lugar y en cualquier momento en que veía niños de la edad de los míos. Como Científica Cristiana, oraba lo mejor que podía, pero un profundo abatimiento y una sensación de falta de valía persistían obstinadamente.
Finalmente, un domingo por la tarde, este problema me envolvió en tal oscuridad que sentí que estaba perdiendo el conocimiento. (Una actriz muy conocida se había suicidado ese mismo fin de semana y yo estaba muy tentada a considerar esto como una respuesta para mí.) De pronto, encendí el grabador donde tenía un cassette con himnos del Himnario de la Ciencia Cristiana. Me recosté en un diván y traté con todo mi corazón de escuchar atentamente las palabras sanadoras de los himnos. Cerca del final del cassette, las palabras del himno N.º 267 literalmente prorrumpieron en mi pensamiento:
Perfecto es nuestro Dios;
escucho Su llamar y nada terrenal;
Le alabo sólo a El.
En ese preciso momento percibí que había estado tratando de hallar un tesoro de amor "terrenal": ¡hijos, hogar, familia! Comprendí que por ser yo la hija de Dios, inocente y amada, ya incluía todas las cualidades espirituales de plenitud y satisfacción y que mi identidad estaba formada por el Amor divino y no por una serie de rótulos humanos crueles y psicológicos.
El cambio fue sorprendente. Me levanté renovada, alegre y con una sensación nueva de dignidad propia. Mi vida cambió notablemente. Encontré nuevos amigos, un trabajo más satisfactorio y nuevas actividades en la iglesia.
Pero los ataques de abatimiento y los dolores de cabeza no se habían sanado del todo, a pesar de orar con dedicación. Una mañana muy temprano, años más tarde, cuando se presentó uno de esos ataques, decidí que no iba a tolerarlos por más tiempo. Reconocí que este sufrimiento era una "evidente imposición" tal como aparece en Ciencia y Salud: "Las corrientes serenas y vigorosas de verdadera espiritualidad, que se manifiestan en salud, pureza e inmolación propia, tienen que profundizar la experiencia humana, hasta que se reconozca que las creencias de la existencia material son una evidente imposición, y el pecado, la enfermedad y la muerte den lugar eterno a la demostración científica del Espíritu divino y al hombre de Dios espiritual y perfecto" (pág.99). Me levanté del sillón con lágrimas corriendo por mis mejillas, y, con un sorprendente sentido de autoridad espiritual, declaré vigorosamente una y otra vez:. el inverso del error es verdad" (Ciencia y Salud, pág. 442). Lo dije no como una fórmula diseñada para convencerme de algo, sino porque era un hecho real, visible y espiritual. Continué afirmando que mi identidad espiritual era perfecta y estaba intacta, debido a que Dios me amaba. Yo sabía que se trataban de verdades espirituales que no podían ser invertidas, burladas o negadas, y que el mal no tenía voz, presencia, poder ni autoridad para hacer de mí una víctima. Por último, declaré que yo sabía que estas verdades eran poderosas y evidentes por sí mismas y que ¡yo sabia que sabía esto!
De pronto, me sentí muy tranquila, alegre y completamente en paz. Un gran alivio y un gran amor por mis hijos inundaron mi pensamiento. No hubo un cambio inmediato en mi relación con ellos, pero ya no me entristecía más por ellos ni sufrí más de dolores de cabeza; tampoco me echaba a llorar cuando veía otros niños. Sabía positivamente que ellos eran hijos de Dios, que no me pertenecían a mí, ni a su padre, ni a su madrastra. Dios nos estaba amando, protegiendo, sosteniendo y consolando a todos nosotros, y yo podía sentirme muy agradecida porque su padre y su madrastra los amaban y los cuidaban.
Ahora sí, la curación era completa. Durante los pocos años que siguieron, sané de un problema de tartamudez que había tenido desde siempre. Fui elegida como Segunda Lectora de mi iglesia y tuve oportunidad de ayudar a otras personas mediante mi práctica de la Ciencia Cristiana. Me volví a casar, lo que me trajo mucha felicidad. Con el tiempo, también se restableció una relación amorosa con mis hijos, primero con mi hija y luego con mi hijo.
Mi gratitud por esta curación no tiene límites, no sólo porque me liberé de los problemas emocionales, sino por la renovación espiritual, la paz y el nuevo propósito que trajo a mi vida.
