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El corazón inocente de cada uno de nosotros

Del número de febrero de 1996 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


En La Actualidad gran cantidad de jóvenes — niños y adolescentes — acaban en prisión o en correccionales, convictos por una gran variedad de crímenes. Antes de que estos jóvenes se encontraran literalmente en prisión, es evidente que primero fueron prisioneros de su ambiente. Su comportamiento criminal frecuentemente se atribuye a hogares disueltos, a miembros de la familia abusivos o negligentes, a condiciones económicas o raciales desfavorables.

En lugar de ser símbolos de esperanza y vivacidad, esos niños parecen ser prisioneros del pecado, la sensualidad, el temor y el odio. ¿Cómo podemos tanto nosotros como ellos liberarnos de esas pretensiones agresivas que atentan contra el progreso y el desarrollo individual?

Es necesario comprender un hecho fundamental que es inmutable: Dios hizo al hombre y a su ambiente; por lo tanto, son totalmente buenos. Dios no hizo a Sus hijos sujetos u objetos del mal. El Apóstol Pablo dice que los hijos de Dios son los "herederos de Dios". Rom. 8:17. El hijo de Dios no está privado de su herencia: el reino de los cielos es su hogar eterno. En este ambiente espiritual, las influencias inmorales, los pensamientos malignos y la negligencia son imposibles. La perfección y la pureza de la idea de Dios, el hombre, resplandecen. En este universo del Amor, saludable y lleno de luz, todas las identidades se desarrollan como representantes de la divinidad.

Este reino no es imaginario. Está presente ahora mismo para cada niño, cada individuo, no importa lo que la historia humana psicológica o social muestre. Una historia mortal presentará, como resultado de sus propias opiniones, el veredicto sombrío de la mortalidad. Como todo error del razonamiento humano, deja fuera la evidencia más crucial y definitiva acerca del hombre: la Palabra de Dios. Cuando consultamos la Biblia, encontramos claras explicaciones de lo que el hombre es y fue hecho para ser: la imagen y semejanza de Dios. Asimismo, encontramos la absoluta negación de que la humanidad deba ser sojuzgada. Pablo escribe: "Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu. Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte". Rom. 8:1, 2

Jesús se presentó en el mundo como el hijo de una virgen. Aunque, en verdad, él era el Hijo de Dios. Él vino a probar, a dar evidencia de que Dios es el padre del hombre. Este hecho espiritual contradice la creencia de que el hombre es el producto de seres humanos, de progenitores infelices, de una categoría racial o de circunstancias adversas o discordantes. Él es, ahora mismo, la imagen de Dios en todo sentido: perfecto, amado, bueno, sabio y cumplidor de la ley. A medida que reconozcamos esta verdad, la reclamemos y vivamos en armonía con ella, recibiremos enormes beneficios.

¿Conoce usted a alguien que está en prisión? Quizás usted mismo está en prisión, en una de acero y concreto, o en una prisión mental de ira, deshonestidad, culpa u odio a sí mismo. Ciertamente, Dios no lo ha guiado a usted ni a nadie más a pensar o actuar con maldad. El Cristo, la Verdad, revela lo que anula el conocimiento humano limitado. Mary Baker Eddy, la Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana, lo describe así en Ciencia y Salud: "Al comprender los derechos del hombre, no podemos dejar de prever el fin de toda opresión. La esclavitud no es el estado legítimo del hombre. Dios creó libre al hombre".Ciencia y Salud, pág. 227.

Cada vez que vencemos el pecado en nosotros mismos, probamos que las pretensiones del pecado sobre el hombre no tienen fundamento. El pensamiento se vuelve más puro a medida que comprendemos y cedemos a la pureza de Dios, la Mente. El amor de Dios, aceptado de todo corazón, nos libera del pecado o de las circunstancias pecaminosas. Cuando se vive la verdad de Dios, transforma la consciencia y nos libera de las tendencias degradantes. Dios, la Vida divina, es la ley inalterable de nuestro ser. Esta ley no es afectada por la raza, la nacionalidad, el comportamiento, la historia humana, las amistades o la familia. Nuestra habilidad para obedecer la ley de Dios emana de Él. Tuve evidencia de estos hechos cuando estuve empleada en un colegio reformatorio para varones en el norte de Inglaterra, hace varios años.

Desde el momento en que obtuve el empleo, oré para que Dios me ayudara y me diera fuerzas para desempeñar mis obligaciones con idoneidad. Deseaba una vida mejor para estos muchachos.

El director de la escuela deseaba especialmente que una mujer ocupara un puesto debido a la ausencia de mujeres en el cuerpo de maestros y a "la actitud negativa" que tenían los muchachos hacia las mujeres en general. Asimismo dijo que los jóvenes, quienes tenían entre seis y dieciséis años de edad, necesitaban, esencialmente, elevar la muy baja autoestima que tenían de sí mismos. Yo era maestra de una materia específica para jóvenes entre quince y dieciséis años y también ayudaba en todas las otras clases durante la semana. Desde el momento en que obtuve el empleo, oré para que Dios me ayudara y me diera fuerzas para desempeñar mis obligaciones con idoneidad. Deseaba una vida mejor para estos muchachos. No obstante, al principio, pareció que casi no había esperanza.

En mi primer día uno de los jóvenes atacó a su maestra de lectura en mi salón de clases y lo tuvo que sacar la policía. Los muchachos me trataban como a una completa extraña. Teníamos literalmente dificultad para entendernos a causa de nuestros diferentes acentos. Además, esos jóvenes no podían comprender como ellos, los más grandes y los más rudos del colegio, tenían una maestra que no sólo era mujer sino también amable y "delicada". Con gran insolencia, rehusaban hacer la más mínima cosa que yo les pedía y se portaban constantemente mal. El director me dio para leer algunos antecedentes de esos muchachos. La mayor parte de ellos estaba allí en custodia porque sus madres habían sido consideradas incompetentes o los habían abandonado. Muchos tenían un historial criminal y se los asociaba con actividades siniestras.

Sabía que no tenía ninguna esperanza de ayudarlos mientras llevara semejantes cuadros trágicos de ellos en mi pensamiento. Después del tercer informe decidí no leer más y me propuse recurrir sólo a Dios para saber la verdad acerca de ellos. El conocimiento de que el hombre es el hijo de Dios, que está bajo el gobierno de Dios, me dio las fuerzas y el incentivo para ver la verdad acerca de esos muchachos, y paso a paso ellos respondieron. La Biblia relata que Dios declara: "Diré al norte: Da acá; y al sur: No detengas; trae de lejos mis hijos, y mis hijas de los confines de la tierra, todos los llamados de mi nombre; para gloria mía los he creado, los formé y los hice". Isa. 43:6, 7.

Completé el año escolar, durante el cual fui testigo de vivas evidencias de generosidad, gentileza, inteligencia y obediencia. Por más indiferente que se presentara la condición humana, estas cualidades de bien puro resplandecieron. Y yo estimé esto como una prueba de que el hombre no está indefenso ni sujeto al pecado ni al pronóstico limitado de la mortalidad. Él es la imagen de Dios, siempre. El Cristo en la consciencia humana nos da el poder para probar nuestra identidad creada por Dios en medio de condiciones aparentemente extremas.

¿De dónde vinieron esas demostraciones de aprecio de unos por los otros, la generosidad y la solicitud? El razonamiento humano no proporciona ninguna explicación. Sin embargo, mediante la oración y las enseñanzas de la Ciencia Cristiana, yo hallé en cada joven el corazón inocente y amoroso de la semejanza de Dios. Sólo fue necesario que alguien reconociera estas cualidades verdaderas para que ellas se manifestaran. El hecho de que Dios crea al hombre es en verdad un hecho muy poderoso para que lo conozcamos y lo reclamemos, y produce este fruto en nuestra experiencia: observamos una mayor evidencia del hombre creado por Dios, jamás afectado por suposiciones, condiciones o historias humanas.

Cuando tuve que abandonar Inglaterra para ir a vivir a Australia, el pendenciero más grande del colegio, quien al principio me había hecho pasar los momentos más difíciles, habló en nombre de todos los estudiantes con la intención de persuadirme a que me quedara. Dijo: "Señorita, si usted se casa conmigo, ¡yo le compro Australia!" Mi trabajo allí había tenido un final feliz, y me llevé conmigo algunas preciosas lecciones acerca del mandato de bien que Dios ha otorgado a Su linaje.

La Sra. Eddy escribió en Ciencia y Salud a cada hombre, mujer y niño sobre la tierra, cuando nos instó a no ignorar ni excusar el pecado sino a ser hijos de nuestro Padre, santos y libres de pecado: "Ciudadanos del mundo, ¡aceptad la 'libertad gloriosa de los hijos de Dios' y sed libres! Ése es vuestro derecho divino".Ciencia y Salud, pág. 227. Esta libertad está al alcance de todos.

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