Una Bella Y soleada mañana, estábamos paseando por la Piazza del Duomo, en Milán, cuando vimos muchos niños disfrazados de Pierrot, Colombina, reyes, reinas, marineros y piratas, jugando y asumiendo el papel de los personajes que sus trajes de fantasía representaban. ¡Qué manera inocente de divertirse! Y la escena se repite todos los años en ese día, el martes de Carnaval.
En otras partes del mundo, el Carnaval dura varios días. Y no son sólo los niños, sino que también los adultos van a los bailes, espectáculos y desfiles, en una euforia característica de esos festejos. El Carnaval más famoso es el de Rio de Janeiro, en Brasil, pero también está el de Nueva Orleans, en los Estados Unidos, y otros. Mucha gente pasa el año entero preparándose para esos días: gastan todo lo que tienen, haciendo magníficos trajes de fantasía, diseñando los carros alegóricos y planeando los desfiles. ¿Pero cuánto dura esa alegría? ¿Qué solución ofrece para las necesidades de la sociedad?
Sin duda, es una bella oportunidad de expresar alegría, vitalidad y arte, pero no deja de ser un mundo de sueños, de fantasía y de ilusión, una corta semana de diversión. ¿Acaso trae algún alivio a los problemas del resto del año? ¿O es tan solo una oportunidad de olvidar las asperezas de la experiencia cotidiana, como la pobreza, el desempleo, la falta de instrucción? ¿Cuál es la mejor manera de obtener cierto grado de felicidad duradera, de satisfacción permanente? Por más bonitos y originales que sean los disfraces de Carnaval y las canciones que se pongan en voga ese año, las verdaderas soluciones no son de fantasía. La única manera es encontrar el camino que conduce a la realidad espiritual, a la percepción de la verdadera individualidad e identidad de cada uno, la semejanza de Dios. El que nos enseñó y nos demostró cómo hacer eso fue Cristo Jesús.
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