Cada Cuatro Años el mundo se deleita con el espectáculo grandioso de los estadios decorados para los Juegos Olímpicos, los atletas que compiten y los himnos nacionales que se tocan durante la entrega de medallas. Los diarios, la televisión, la radio, las revistas especializadas y la gente en general, parecen expresar el deseo de presenciar y divulgar los nuevos logros humanos, en su búsqueda de sobrepasar las limitaciones impuestas por lo físico. Hasta el lema de los juegos en latín, "Citius — Atius — Fortius", es decir, "Más rápido — más alto — más fuerte", parece aludir a ello.
Extasiadas al ver los prodigios atléticos, millones de personas se sienten impulsadas a practicar alguna forma de deporte, atraídos por la belleza de los movimientos, por la competencia sana y por la alegría de la camaradería y convivencia internacional.
Aunque yo nunca fui un atleta de alto nivel de competición, siempre me encantaron los deportes. Desde mi adolescencia practiqué varios deportes: básquetbol, natación, vóleibol y karate. Pero en aquella época, también tenía otros intereses y otras inquietudes. Yo buscaba respuestas de índole espiritual y siempre me preguntaba: "¿De dónde vienen las enfermedades?" "¿Por qué sufren los inocentes niños?" "¿Por qué y para qué existo?" "¿Qué relación existe entre la ciencia y el poder de Dios?"
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