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“¿Cuántos años tienes?”

Del número de octubre de 1997 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Todo Empezó Con Una Pregunta Simple, aunque mucha gente la consideraría demasiado personal. Una compañera de trabajo me preguntó: “¿Cuántos años tienes?”

A pesar de que fue una pregunta común, no fue algo que pude contestar fácilmente. Hace un tiempo, una amiga mía me dijo que dejara de llevar la cuenta de los años; en esa ocasión la manera en que me lo explicó me pareció me pareció muy lógica. Dijo que el estudio de la Ciencia Cristiana era el estudio de un Dios infinito, el bien, y Su creación perfecta, el hombre. Si yo estaba esforzándome por probar esto, sería natural para mí abandonar el pensamiento limitado. “Llevar la cuenta de nuestra edad limita nuestro pensamiento”, me dijo. Tengo que reconocer que la afirmación tan categórica de la Sra. Eddy: “Jamás registréis edades”,Ciencia y Salud, pág. 246. confirmó las palabras de mi amiga y no dejó lugar a dudas.

Pensé que ella había expresado su punto de vista y más tarde yo decidiría que haría, pero mi amiga permaneció muy seria y continuó. Dijo que aunque podía no parecer tan importante hacer esto porque yo era lo que el mundo rotula “joven”, obedecer a esto ahora me ayudaría a superar los reclamos de la edad más tarde.

Aunque la idea era un poco radical, no podría haber salido de alguien más apropiado. Ella era una mujer mayor, pero tenía un pensamiento tan vivaz, y un punto de vista tan contemporáneo, que olvidé la cantidad de años que nos separaban. También era notorio para mí que nunca la había escuchado quejarse de aflicciones o dolores. Quizás esta idea valía la pena tenerse en cuenta.

Pude ver que asignarle un número a alguien, ya sea 5, 15, 50 ó 105, es también asignarle rótulos preconcebidos a esa persona. Ver los estantes de tarjetas de cumpleaños de cualquier negocio, prueba que esos rótulos no son ni humanamente halagadores ni consecuentes con lo que Cristo Jesús demostró de la perfección del hombre de Dios. Si me estaba esforzando por ver sólo las cualidades de Dios reflejadas en mí misma y en los demás, ¿cómo podría estar de acuerdo con “el terrible par de dígitos”, “después de los treinta ya sos un viejo”, o cualquiera de las creencias deprimentes asociadas con la edad?

“Realmente, ¿a qué tengo que renunciar?”

Mi amiga continuó diciéndome: “Es más fácil no contar años cuando no celebras los cumpleaños”. Al reflexionar sinceramente, pude reconocer que mis cumpleaños eran por lo general, una secreta celebración de autocompasión, una puerta abierta para el pensamiento mortal. En mis cumpleaños comúnmente sentía que no era lo que debía ser en la vida y que no tenía las cosas que según yo necesitaba. Mis amigas me confirmaban que yo no era la única que sentía eso cuando me llamaban al acercarse el cumpleaños de ellas para quejarse de que ya habían pasado los treinta y no tenían la carrera ni el esposo, la casa ni el hijo que habían esperado tener a esa edad.

Silenciar esta estática mental de “celebraciones” de cumpleaños fue razón suficiente para tomar en serio la sugerencia de mi amiga. Si era honesta conmigo misma, podía ver que ninguna de las fiestas que mi familia o amigas prepararon para mí habían sido lo suficientemente grandes, y ningún año había recibido la suficiente atención que pudiera compensar la paz que me eludía. Ahora, tenía paz al estudiar la Ciencia Cristiana, pero se me estaba pidiendo que renunciara a algo que “todos los demás hacen”. Se me pedía que hiciera lo que la Biblia nos aconseja hacer: “Salid del medio de ellos, y apartaos”. 2 Cor. 6:17.

Me pregunté: “Realmente, ¿a qué tengo que renunciar?” A los rótulos, a un pensamiento encasillado, a la estática. Estaba muy agradecida por liberarme de todo eso. Comprendí que la parte más difícil sería renunciar a ser la “nena mimada por un día” y renunciar a toda la atención que se me brindaba.

Desde que empecé a estudiar la Ciencia Cristiana, descubrí y en realidad siento dentro de mi corazón, ese sentido espiritual del amor infinito de Dios, que se derrama sobre mí y sobre los demás, y que está disponible en todo momento y a cualquier hora. La Sra. Eddy lo describe como el “manantial abierto, que ya está vertiendo más de lo que aceptamos”.Ciencia y Salud, pág. 2. ¿Qué son algunas horas de atención al año, comparadas con el poder y la gloria que acompañan al entendimiento de que para toda la eternidad he sido y seré la hija bien amada de Dios?

Cada vez que en la vida se me presentan las dos opciones, de hacer las cosas “como las hace todo el mundo”, o de hacerlas más espiritualmente, en las ocasiones en que elegí la dirección espiritual, he sido bendecida innumerables veces y de maneras que nunca hubiera podido imaginar.

Entonces me aventuré; prometí que mi último cumpleaños sería mi último cumpleaños. Decidí dejar de contar años. Mi decisión fue una forma de reclamar la naturaleza infinita de Dios y el hombre, y en especial mi propia inmortalidad. Me sentía muy tranquila de haberme liberado del pensamiento limitado cuando llegó el momento en que una de mis compañeras de trabajo me preguntó mi edad.

— No llevo la cuenta, respondí. Me preguntó otra vez, entonces le dije: — En realidad ya no celebro más mi cumpleaños.

Me miró muy sorprendida, y dijo: — Pero necesito saber qué edad tienes.

Sonreí y le contesté: — No lo necesitas.

— Lo necesito, insistió—.

— Pero ¿por qué?, le pregunté—.

Su respuesta me confirmó la sutil trampa que se tiende cuando llevamos la cuenta de la edad. — Porque necesito saber dónde ponerte —, contestó; y es por esa rezón que hoy, con alegría y gratitud, elijo celebrar la Vida eterna. Elijo celebrar el Amor y la Verdad divinos. Cada día celebro las cosas que aprendo acerca de mí misma y de mi Padre celestial. Pero no los cumpleaños.

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