Soy Adolescente y me he hecho esta pregunta muchas veces.
Es muy difícil que no te influencien todas las cosas y personas que te rodean. Todas las revistas tienen modelos hermosas en las tapas. Las propagandas, la televisión, la escuela... ¡tantas cosas! Pero he aprendido que hay una cosa respecto de mi identidad que nunca cambiará: Yo soy la hija de Dios.
Hace dos años, comencé mi segundo año de secundaria en un colegio de señoritas. Tenía cuatro amigas muy cercanas del año anterior. Cuando comenzó el año, me pegué a ellas en lugar de tratar de conocer a las estudiantes nuevas y hacerme amiga de ellas. Estas amigas y yo éramos muy unidas. Íbamos a todas partes juntas; ni siquiera hablábamos con las demás chicas. En resumen, yo formaba parte de una camarilla. Formar parte de un grupo como éste me daba mucha seguridad. Sentía que nunca iba a estar sola ni me iban a dejar de lado. No tenía que hablar con la gente de mi mismo año que me intimidaba.
No obstante, las llamadas “mejores” amigas me rechazaron. Me dejaron por razones que yo no podía cambiar, por ser yo misma.
Los tres meses siguientes la pasé preguntándome: ¿Qué me pasa? ¿Cómo puedo cambiar? ¿Quién soy yo? Me sentí muy deprimida mientras me criticaba a mí misma por cada cosa que hacía.
Cuando el resto de las compañeras se enteraron de lo sucedido, me recibieron con los brazos abiertos. Mis nuevas amigas me dijeron que odiara a las viejas amigas. Me sentí feliz de que la gente se preocupara por mí y me recibiera en su círculo, pero no creía que fuera correcto odiar a mis viejas amigas, aunque me hubieran dado la espalda. Yo no quería actuar de ese modo.
Sentí que Dios me había bendecido al darme nuevas amigas que se preocupaban por mí. Pero esa pregunta: “¿Qué me pasa?” me seguía molestando, y anhelaba volver a formar parte de la camarilla. Todavía no me había dado cuenta de que Dios estaba caminando conmigo.
Hablé con mi mamá y encontré consuelo en el Salmo 23: “Jehová es mi pastor; nada me faltará. En lugares de delicados pastos me hará descansar; junto a aguas de reposo me pastoreará. Confortará mi alma; me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre. Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento. Aderezas mesa delante de mí en presencia de mis angustiadores; unges mi cabeza con aceite; mi copa está rebosando. Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida. Y en la casa de Jehová moraré por largos días”. Pude ver que la “mesa” que Dios me había preparado eran mis nuevas amigas. Tuve que orar mucho para darme cuenta de que siempre tengo a Dios conmigo, que estoy siempre segura, porque soy Su hija.
Me sentí bastante tonta al recurrír a la Biblia y orar por una situación como ésta. Pensé que no era “recool”. Entonces “aceptaron” a otra chica en la camarilla, y me sentí terriblemente mal. ¡Ella me había reemplazado! Se sentaba en la silla donde yo me sentaba; ¡había ocupado mi lugar!
Sentí que la única solución era recurrir a Dios. Y paso a paso, encontré respuestas. Consulté la página 475 de Ciencia y Salud, donde Mary Baker Eddy responde a la pregunta “¿Qué es el hombre?”. Descubrí que la palabra identidad está en su respuesta, que dice en parte: “El hombre es idea, la imagen del Amor... Es la ...consciente identidad del ser como se revela en la Ciencia, en la cual el hombre es el reflejo de Dios, o Mente, y, por tanto, es eterno...” Comprendí que Dios no ama más a uno de Sus hijos que a otro, ni reemplaza a uno por otro. Dios cuidaba de mí, y yo tenía que aferrarme a este hecho y defenderlo. El pasaje también me decía que Dios es la fuente de mi identidad, sin Él, yo no existiría.
Durante este período a veces me sentía triste y enojada por nada. Pero seguí buscando. En una ocasión en que me sentía muy deprimida, hojeé Ciencia y Salud y encontré un pasaje que me inspiró. Me hizo pensar que el enojo y la tristeza eran como el viento, y que yo era como una flor. Pero me di cuenta de que el enojo y la tristeza no me podían llevar con ellos, porque yo tenía raíces fuertes. Tenía a Dios, quien me mantenía alejada del enojo y la tristeza. Después de todo yo no era mortal, sino inmortal.
Fue entonces que mis padres me dijeron que podía organizar una fiesta. Mucha gente vino a mi fiesta, y nos divertimos mucho. Me sentía cada vez más aceptada por todas. Dios me ayudó a comprender que todos somos aceptados. Hasta una de mis viejas amigas vino a la fiesta, para sorpresa mía.
Poco tiempo después, finalmente me encontré con mi mejor amiga, quien no asiste a mi escuela. Su madre había fallecido y me dijo cuánto me quería y me extrañaba. Me sentí mal de no haberlo sabido, y también me sentí un poco egoísta. Encontré otra idea en Ciencia y Salud que fue útil: “Son la ignorancia y las creencias falsas, basadas en un concepto material de las cosas, lo que oculta la belleza y bondad espirituales. Comprendiendo eso, Pablo dijo: “Ni la muerte, ni la vida... ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios”.Ciencia y Salud, pág. 304.
Tuve la tentación de sentirme triste por mi amiga, porque me parecía que ella estaba sola en el mundo. Pero al leer este pasaje me sentí reconfortada y comprendí que Dios es su Madre y Padre verdaderos y que Dios la está protegiendo. No estaba sola de ninguna manera.
La verdad es que en esos pocos meses aprendí muchísimo. Comprendí que toda la depresión, el odio y la tristeza no eran parte de mi ser. También vi la sabiduría de no permitir que esos pensamientos egoístas y materiales me hicieran odiarme a mí misma o a las demás. A través de mi oración, me sentí más feliz que nunca antes.
No importa qué ropa usás, qué amigos tenés, de qué raza sos, qué idioma hablás, qué música escuchás, vos sos siempre la hija de Dios. El mantener presente esa verdad, te ayuda a resolver la confusión. Finalmente, terminé amigándome con las chicas que me habían “rechazado”. Las perdoné. Si no hubiera sido por esta experiencia, nunca habría conocido la profundidad de lo que significa ser la hija de Dios. Yo ya no necesito buscar mi identidad. Y ya no estoy tan dispuesta a permitir que la forma en que los demás actúan conmigo determine lo que pienso acerca de mí misma.
De la materia al Alma es mi sendero,
de inquieta sombra a dulce claridad;
y es tal la realidad que yo contemplo
que canto: “¡He hallado la Verdad!”
Himnario de la Ciencia Cristiana No 64
