Estoy Profundamente agradecida porque desde muy niña me enseñaron el poder sanador que tiene Dios, y por haber tenido la oportunidad de asistir a la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana.
Fue de inmenso consuelo ver la cara de mi madre; nunca mostró ningún tipo de temor.
Cuando tenía ocho años, tuve una experiencia que me demostró con mucha claridad el poder sanador de Dios. Mis hermanas y yo éramos muy traviesas. Nos gustaba dar volteretas en las camas y luego caíamos en el suelo duro. Una mañana en particular cuando se suponía que debía estar lista para ir al colegio, di mi último salto antes de salir. Lo hice muy apurada y mi mamá no alcanzó a ayudarme; me tambaleé en la cama, perdí el equilibrio y caí con fuerza sobre la nuca en el piso. Oí un ruido como que se quebraba algo y grité de dolor. Luego nos enteramos de que me había quebrado la nuca y no me podía mover.
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