Cuando Era Joven a menudo perdía la paciencia cuando sentía que debía luchar por una buena causa y, por lo tanto, encontraba que mi indignación era justificada. Pero, mientras pensaba y oraba acerca de ese problema me di cuenta de que no hay tal cosa como indignación justificada, porque la indignación en realidad es una especie de odio. Comencé a comprender que mi actitud no se justificaba, sino que más bien se trataba de una actitud de justificación propia. Me sentí desolada y me esforcé por superar lo que hasta ese momento había sido mi hábito de reaccionar.
Por ese entonces, estaba leyendo la historia de José en la Biblia. Véase Gén. Caps. 37, 39, 50. Leí que por muchos años su vida había sufrido una experiencia amarga tras otra: fue vendido como esclavo por sus celosos hermanos y llevado a Egipto; más tarde habría de ser falsamente acusado y encerrado en prisión. Pero José persistió en su amor por Dios y en su obediencia a Él. Por medio de esta relación cercana con Dios, fue capaz de interpretar los sueños y así José pudo salir de la prisión para interpretar el sueño de Faraón. Como resultado de su sabiduría, Faraón puso a José a cargo del almacenamiento de granos durante los siete años de cosecha abundante. Esta previsión impidió que se murieran de hambre durante los subsiguientes siete años de sequía. Cuando sus hermanos vinieron por segunda vez de Canaán para comprar grano durante la sequía, José les reveló quien era él. Y les dijo que no se entristecieran por lo que le habían hecho: “porque para preservación de vida me envió Dios delante de vosotros”. Gén. 45:5.
Decidí aprender de la experiencia de José y hacer un esfuerzo para no reaccionar nunca más. No fue fácil. Por todas partes veía a las personas respondiéndose entre sí con furia, conductores de vehículos tocando sus bocinas en forma escandalosa, gente cerrando los puños y haciendo gestos hacia los demás. Pero vi que el egoísmo, la obstinación, la conmiseración propia, el amor propio, la agresividad, la justificación propia y aun el estar consciente de uno mismo, son cosas que están mal porque carecen de amor, una cualidad fundamental de Dios, que se expresa en todo lo que Él crea, en todo lo que es verdadero. El estar absorto en un falso sentido del yo es característico de la mortalidad, de la mente carnal. Desdeña la ley de Dios, la ley del Amor, pero puede probarse que esta falsedad no tiene poder ni sustancia.
En su Sermón del Monte, Cristo Jesús nos dice: “Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; y agrega: “Amad a vuestros enemigos...” Mateo 5: 38, 39, 44.
¿Cómo se puede amar a alguien que nos odia y maltrata?
Jesús pudo hacerlo porque estaba constantemente reconociendo a un único poder, el Amor divino, y porque veía al hombre como verdaderamente es, creado a la semejanza de Dios, perfecto, sin impulsos de odio. Crecemos en nuestra habilidad para amar como Jesús lo hizo, cuando cuidamos atentamente nuestro pensamiento, cuando dejamos que el Amor lo vuelva más cristiano y cuando nos esforzamos persistentemente por ver en los demás y en nosotros mismos, al único hombre que Dios creó. En un artículo titulado “Amad a vuestros enemigos”, Mary Baker Eddy escribe: “Si has sido injuriado profundamente, perdona y olvida: Dios recompensará este agravio y castigará, más severamente de lo que podrías hacerlo tú, a quien ha procurado perjudicarte. Jamás devuelvas mal por mal; y, sobre todo, no te imagines que has sido injuriado cuando no lo has sido”.Escritos Misceláneos, pág. 12.
Una prueba
Hace algún tiempo una persona a la que había conocido hacía varios años y con la que siempre me había llevado muy bien, me escribió una carta. La carta contenía falsas acusaciones contra mí. Al principio me sentí destrozada, luego herida y resentida, porque sentía que él me conocía lo suficiente como para saber que estas cosas eran ajenas a mi carácter. Esto sucedió un viernes. Comencé a orar para ver a quien escribió la carta como el hijo de Dios. A medida que lo hacía, ideas espirituales inundaron mi consciencia. Gradualmente el resentimiento y el dolor fueron desapareciendo y me encontré purificada, elevada e inspirada por el Amor divino. Llamé a esa persona y sencillamente le pedí que se reuniera conmigo en mi oficina el lunes por la mañana. Después de esto me sentí tranquila.
El lunes, mientras iba camino a mi oficina, continué reconociendo la totalidad del Amor divino. Cuando llegué a mi escritorio estaba completamente segura de que el Amor se hallaba en todas partes, que yo expresaba ese Amor y que no había ningún lugar para pensamientos que no fueran amorosos. Cuando esa persona atravesó la puerta estuve segura de que él iba a sentir la presencia del amor de Dios e iba a responder a ese amor, sin necesidad de pronunciar una palabra. Tuvimos una conversación breve, él admitió que me había juzgado mal y se disculpó. Y ese fue el fin de nuestra desavenencia. De ahí en más siempre fue amistoso y comprensivo. El Amor divino nos había liberado a los dos.
Así como el dolor y el resentimiento pueden ser sanados cuando recurrimos al Amor divino sin reservas, también el temor puede ser superado de la misma manera, comprendiendo la presencia del Amor. El temor es una creencia de que existe un poder opuesto a Dios. Pero Dios tiene todo el poder. Por lo tanto, el temor carece de fundamento, es un error, una creencia falsa. Vencemos los efectos de todo error en la medida que dejamos de creer en dicho error y no reaccionamos ante él. El apóstol Juan nos dice: “En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor”. 1 Juan 4: 18.
Protección
Hubo una época en que cierto número de casas fueron asaltadas en mi barrio. Para no reaccionar ante los comentarios atemorizantes, oré para saber que todo el vecindario se encontraba seguro y a salvo, porque el Amor divino está siempre presente. Él es nuestro verdadero guardián. No tenía miedo. Una noche, después de irme a la cama, estaba aún despierta hablando con Dios en silencio, como lo hacía habitualmente. Entonces recordé que había olvidado encender la luz de la habitación de mi hijo, como lo hacía cada vez que él llegaba tarde. Así que caminé hasta el otro lado de la casa, tanteé el marco de la puerta, prendí la luz y me volví a la cama en mi habitación. Un rato más tarde llegó mi hijo y encontró que alguien había forzado la ventana de su habitación. Llamó a la policía y cuando el oficial inspeccionó la ventana dijo que no podía entender porqué el ladrón no había entrado en la casa. Entonces me di cuenta de que todo había ocurrido en el momento en que fui divinamente impulsada a prender la luz. En silencio agradecí a Dios por su guía y protección.