Era de noche, tarde, y acababa de salir de la facultad. Caminé unas cuadras hasta la parada y esperé, como siempre, a que viniera mi ómnibus. Ya era casi la medianoche y la parada se encontraba algo oscura. De pronto vi que un hombre, que no me inspiró mucha confianza, se acercaba por detrás, y comencé a ponerme un poco tensa.
Inmediatamente empecé a orar el “Padre Nuestro”. Razoné que el Padre era nuestro, de todos por igual; no era más mío que del hombre que se acercaba, y viceversa. Eso significaba que había un único Padre-Amor, que nos amaba a los dos por igual, y un único Amor al que ambos podíamos reflejar y expresar.
De pronto el hombre dio un giro, se desvió y se alejó de mí. Yo me quedé muy contenta al ver el resultado inmediato de una simple oración; muy contenta y muy embelezada con la pequeña victoria.
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