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Con su oración fue protegida

Del número de octubre de 1999 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Era de noche, tarde, y acababa de salir de la facultad. Caminé unas cuadras hasta la parada y esperé, como siempre, a que viniera mi ómnibus. Ya era casi la medianoche y la parada se encontraba algo oscura. De pronto vi que un hombre, que no me inspiró mucha confianza, se acercaba por detrás, y comencé a ponerme un poco tensa.

Inmediatamente empecé a orar el “Padre Nuestro”. Razoné que el Padre era nuestro, de todos por igual; no era más mío que del hombre que se acercaba, y viceversa. Eso significaba que había un único Padre-Amor, que nos amaba a los dos por igual, y un único Amor al que ambos podíamos reflejar y expresar.

De pronto el hombre dio un giro, se desvió y se alejó de mí. Yo me quedé muy contenta al ver el resultado inmediato de una simple oración; muy contenta y muy embelezada con la pequeña victoria.

Pero descuidé mi pensamiento y lo dejé descansar en la pequeña victoria. Sucedió que ni bien me descuidé el hombre decidió volver atrás en sus pasos, y esta vez se veía que estaba muy decidido a venir hacia mí con cara de pocos amigos.

A esas alturas pensé: “Otra vez me voy a tener que poner a orar. Estoy muy cansada, es tarde y me quiero ir a mi casa”. Así que en ese instante pensé en una rápida manera de salir del paso. Paré un taxi que justo pasaba, y me subí. “Buenísimo”, pensé, “voy a tener que pagar un poco más pero voy a llegar a casa sana y salva”.

El camino para ir a mi casa era sencillo y directo. El taxista tenía que ir por una avenida y seguir derecho hasta el mar (mi ciudad esta bordeada por costa). No habían pasado ni cinco minutos que el taxista se desvía de la avenida principal e iluminada, y decide adentrarse en unas callecitas oscuras y silenciosas. Luego comienza a aminorar la marcha y a subir el volúmen de la radio, que estaba pasando música romántica.

Y yo que no lo podía creer. Ya para esa altura lo mío era pánico. Mi intuición me decía que ésta no era una situación en donde el taxista quería conquistar a la pasajera, sino que me encontraba en peligro. Enseguida me puse a orar con todas mis fuerzas, esta vez con la convicción de que iba a llegar sana y salva a mi casa gracias al poder y amor de Dios.

Me puse muy firme con la idea de que hay una sola Mente que comunica al hombre lo que debe hacer. Un solo comunicador, un solo Padre aconsejando y hablándole a sus hijos — una comunicación que es siempre amorosa y armoniosa.

Recordé algunas citas de Ciencia y Salud. Entre ellas la que dice: “En la Ciencia Cristiana el hombre no puede hacer daño, puesto que los pensamientos científicos son pensamientos verdaderos que pasan de Dios al hombre” (pág. 103).

Estas ideas me fortalecieron. Pude ver cuán real es que Dios no hace una creación mediocre, librada al azar de las circunstancias. Dios crea y gobierna Su creación con dominio y poder, y no hay nada que se oponga e infiltre malos pensamientos, desarmonía, violencia, desgracia o falta de felicidad.

Me negué rotundamente a creer que mis pensamientos, los de este hombre, o los de cualquier persona, pudieran estar a merced de algo que no fuera el bien. Y reclamé mi derecho de ser testigo sólo de la grandeza y omnipotencia del bien, sin importar lo que los sentidos físicos me dijeran. Esa convicción hizo que mi pensamiento no se desviara ni a la izquierda, ni a la derecha. Y por supuesto el resultado fue que el taxista comenzó a acelerar la marcha hasta Ilegar a una velocidad adecuada, bajó la música, y me llevó a casa sana y salva.

En un principio, no puedo decir que no tuve miedo, o más bien terror, pero vi que me encontraba en una situación que si no cambiaba inmediatamente mi manera de pensar acerca de esta persona, no iba a estar a salvo.

Cuando Ilegué a casa me di cuenta de que no tenía plata para pagarle, así que le pedí que me esperara mientras iba a mi apartamento a buscar plata. Cuando regresé a pagarle, la atmósfera mental había cambiado, y yo ya no sentía que estaba en peligro. Él fue muy paciente y amable.

Finalmente, en mi casa continué orando y abrí la Biblia donde dice: “Y las calles de la ciudad estarán llenas de muchachos y muchachas que jugarán en ellas” (Zacarías 8:5). Este era el mensaje final que necesitaba, donde la posibilidad de vivir seguros en paz se confirma como una realidad.


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