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¿Me pueden aceptar como soy?

Del número de noviembre de 1999 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Todos queremos que nos acepten como somos, sin condiciones. Así sentimos que nos valoran y que somos importantes. Sentimos que estamos aportando algo a la sociedad. No obstante, a menudo la gente se basa en la forma del cuerpo, el sexo, la religión, o el vecindario para aceptar a los demás.

Pero, ¿es necesario que cambiemos para que nos acepten? A veces, con el pretexto de hacerlo en nombre del "amor", los familiares tratan de moldearnos de acuerdo con su ideal de cómo deberíamos ser. Y nos sentimos presionados a hacerlo. Eso me ocurrió a mí.

Me sentía solo en la escuela. No me identificaba con ninguno de los grupos que había. Mis padres pensaron que algo andaba mal, porque no tenía una vida social como la que ellos habían tenido en la escuela. No les gustaba mi apariencia personal y me exigieron que la cambiara. Eso me molestó mucho y me hizo sentir todavía más solo. Ansiaba que me aceptaran, pero el tratar de ser algo que "yo" no era, me parecía superficial. Buscaba desesperadamente una solución.

Al principio me enojé y me retraje. Mis amigos me consolaron, pero su condescendencia no era la respuesta que necesitaba. Con el tiempo comenzó a aumentar mi objeción a las clasificaciones que se me habían impuesto. Como nada me confortaba, me dirigí a Dios y oré.

Me pregunté: "¿Existe alguien que me pueda aceptar tal como soy, sin condiciones ni críticas?" Y la respuesta, en conclusión, fue "Si". Ese alguien es Dios, mi verdadero Padre-Madre. Yo soy Su hijo amado.

Recordé lo que Pablo, uno de los primeros cristianos, escribió en la Biblia: "Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Gálatas 3:28). De modo que llegué a la conclusión de que puedo definirme a mí mismo como Dios lo hace: puro, libre, feliz, realizado y amado.

En aquella época hacía entregas a domicilio para una pizzería. Gran parte de nuestra zona de entregas estaba consideraba como un mal vecindario: el grado de incidentes delictivos era elevado. Era un trabajo desalentador porque rara vez nos daban propinas y a menudo nos trataban mal. Todos habíamos sido robados por lo menos una vez.

Primero pensé que la zona era mala porque vivía gente de bajos ingresos. Pero ni bien me contentaba con esa respuesta, alguna familia de muy bajos recursos me daba una generosa propina. También pensé que la causa de los asaltos era que allí vivía mayormente gente de color e hispana, y luego ocurría que esa misma gente me escoltaba para entrar y salir del vecindario con bicicletas o en auto. En una ocasión, un grupo hizo un círculo a mi alrededor para protegerme mientras cambiaba un neumático que se había pinchado al hacer una entrega bien entrada la noche.

Luego pensé: "Bueno, este vecindario es inseguro porque la gente no tiene educación o no tiene trabajo..." Pero cada vez que le ponía un rótulo a este vecindario, algo me demostraba que estaba equivocado. Comencé a ver que esos rótulos eran barreras que bloquean la verdadera definición de esta gente como hijos de Dios, como "herederos de Dios y coherederos con Cristo" (Romanos 8:17), como también escribe Pablo.

Poco a poco, trasladé este descubrimiento a otros aspectos de mi vida. Y descubrí algo que no fue muy agradable. Había puesto un rótulo de "el mejor" en mí mismo, que estaba tan mal como lo que veía que los demás hacían conmigo.

Vivía en un vecindario muy diverso. Armado con el espíritu de las palabras de Pablo, y libre de la carga de estar clasificando a los demás, el vecindario se transformó en mi familia. Así pude extender esa lista de Pablo e incluir a mi vecindario como mi familia. Probablemente la lista sería así: "No hay ni latino ni anglo, gay ni no-gay, católico ni bautista, rico ni pobre, inteligente ni ignorante, viejo ni joven, casado ni soltero: porque todos somos uno en Cristo Jesús".

¿Que si han dejado de ponerme rótulos? No. ¿Han dejado de tratar de cambiarme? No. Pero ya no me siento atado de manos frente a estas clasificaciones. Me siento aceptado y amado por Dios por lo que soy. Tú también puedes llegar a sentirlo.

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