Hace Unos Meses fui de paseo con mi hermana y unos cien niños de 5 años de edad, quienes concurren al jardín de infantes del cual mi hermana es subdirectora. Desperté esa mañana con un fuerte y molesto dolor de oído y de cabeza. La noche anterior me había quedado festejando hasta tarde, porque había salvado un examen en el liceo que había sido un gran desafío para mí. Comencé a orar razonando que si Dios es el Creador de todo lo que verdaderamente existe, el bien, nunca pudo haber creado el dolor, y yo por ser Su hijo no podía sentir dolor de ningún tipo. Con esta reflexión, comencé a negar de inmediato el dolor. Me sentí un poco mejor pero no del todo. No obstante partí al paseo.
Cuando llegué a la escuela con mi hermana, una hora y media más tarde, el dolor casi había cesado y no me preocupé más. Cargamos los ómnibus, las cámaras fotográficas, las cámaras filmadoras, los termos de agua caliente y partimos hacia “Punta Espinillos”, mate en mano. “Punta Espinillos” es uno de esos lugares que tiene una ciudad que no son muy conocidos, pero tienen una belleza incomparable. Cuando llegamos allí el dolor casi no me molestaba. Descargamos los ómnibus y empezó la actividad. Pero al empezar a caminar, agacharme y correr, el dolor empezó entonces sí molestarme, pero bueno, había que seguir adelante.
Al mediodía, cuando el calor era intenso, todo cambió. El dolor de cabeza se agudizó de un momento a otro; el zumbido en los oídos era igual al dolor de cabeza: “imbancable”. Entonces me comuniqué vía teléfono celular con mi padre y con mi madre, que son practicistas de la Christian Science, quienes me dijeron que afirmara la verdad de que Dios está en todas partes y que en el reino de Dios no existe el dolor; que yo también era parte de Su reino por más lejos de mi casa que estuviera (y realmente sí que estaba lejos de mi casa), y además me dijeron que me quedara tranquilo, que todo estaba bien.
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