Hace unos años, poco antes de que mi padre falleciera, me senté junto a su cama y le tomé la mano. Si bien no teníamos la misma religión, como ambos amábamos la Biblia le leí el Salmo 23 y algunos pasajes de la epístola de Juan acerca del amor de Dios. Lo último que le dije antes de que se fuera apaciblemente fue que Dios lo amaba, y que yo también lo amaba.
Lo que hizo que aquella fuera para mí una experiencia hermosa y no triste, fue que se lo dije con toda sinceridad, con el amor puro y sincero de una hija por su padre, que años de resentimiento y desilusión no habían podido empañar.
Ése es el poder del perdón. El perdón transforma, cambia nuestro concepto de los demás y nuestro trato con ellos. Ese punto de vista mejorado, más elevado, tiene también el poder de transformar a aquellos a quienes perdonamos.
Primero, hablemos de lo que el perdón no es. No es una obligación, algo que otorgamos meramente porque es nuestro deber, sin entender por qué. El perdón así basado tiene que recorrer un largo camino antes de ceder al verdadero perdón, ese perdón que procede del amor.
Jesús dio al mundo la enseñanza más profunda acerca del amor. Cuando le preguntaron cuántas veces debemos perdonar a quien peque contra nosotros, dijo: “hasta setenta veces siete”. Véase Mateo 18:21, 22. En esencia, su mensaje no es que “ajustemos cuentas”, sino que perdonemos sinceramente, olvidando las ofensas del pasado. El verdadero perdón procede de un profundo amor por Dios y por el prójimo. No es meramente pasar por alto los problemas o declarar, irreflexiva y superficialmente: “Te perdono”. Esto no es suficiente para sanar las heridas causadas por las ofensas reiteradas.
Comencé a aprender lo que es el perdón varios años antes de que mi padre falleciera. En esa época, una amiga me había hecho algo que yo consideraba “imperdonable”. Al darme cuenta de que no podía seguir sintiendo tanto enojo y resentimiento, llamé a otra amiga y le pedí que orara por mí.
Ella me dijo: “Cuando perdonas a alguien, se cancela la cuenta pendiente”.
Su comentario me hizo ver que el verdadero perdón elimina todo lo que pueda haber empañado una amistad con ella. Esa noche sentí mucho amor y una gran compasión por mi amiga y nuestra relación se restableció.
En cambio, sanar la relación con mi padre me dio mucho más trabajo. Para entonces yo ya había aprendido la importancia del perdón, por lo que le pedía a Dios diariamente que me mostrara a quién debía perdonar. (¡A menudo, era a mí misma!). Durante casi un año, todos los días me venía al pensamiento que tenía que perdonar a mi padre.
Sin embargo, dudaba de que pudiera hacerlo. ¿Cómo iban a desaparecer años de resentimiento y discordia acumulados? ¿Podía realmente esperar que las cosas cambiaran entre nosotros? Seguramente él no estaría dispuesto a cambiar después de todo ese tiempo.
Al darme cuenta de que mi perdón debía ser más profundo, comencé a analizar mi pensamiento a diario, en busca del recuerdo que más me perturbara. A veces venían a mi memoria incidentes de poca importancia, como cuando accidentalmente me llamó “hijo”. Otras veces, se presentaban imágenes más agresivas, de la época en que tenía que soportar su mal carácter.
Oré por cada uno de esos recuerdos, ya fueran trascendentes o insignificantes, recientes o distantes. Primero oraba para entender que no me habían ofendido, que Dios me amaba entonces, me había amado anteriormente y siempre me amaría. Sabía que Dios, el bien invariable, no podía ser por un lado bueno y amoroso, y por el otro crear un universo lleno de pesar y dolor.
En Ciencia y Salud, Mary Baker Eddy define “Creador”, en parte, de la siguiente forma: “...Dios, quien hizo todo lo que fue hecho y quien no pudo crear un átomo o un elemento que fuera el opuesto de Él”.Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, pág. 583.
Esta definición me hizo ver que puesto que Dios es Espíritu, yo tenía que ser espiritual e invariablemente buena. No podía cambiar. Nada podía cambiar lo que Dios había creado, de modo que nada podía impedir que yo fuera la idea saludable, feliz y completa que Dios conocía. Nada que mi padre u otra persona hubiera hecho podía cambiar mi relación con Dios o hacerme sentir ofendida.
Cuando oraba de este modo percibía que era la verdad, y luego me embargaba una gran compasión. Comprendí que si mi padre no podía hacerme sentir ofendida ni alterar mi naturaleza espiritual, tampoco él podía ofenderse o cambiar su verdadera naturaleza, puesto que Dios no hizo dos universos, uno bueno, que me incluye a mí, y otro malo, que lo incluye a mi padre. Mi padre era tan amado y apreciado como yo porque éramos receptores del amor de Dios.
Entendí que la naturaleza de mi padre tenía que ser espiritual, perfecta y buena, pues tiene su origen en Dios. Dios no lo había hecho capaz de ofender o desilusionar, ni a mí ni a nadie. Eso tenía que ser una mentira sobre su verdadero carácter y yo no tenía por qué creer en una mentira. Entonces, el resentimiento debido a un determinado incidente se desvanecía y su lugar era ocupado por el amor. Al día siguiente, tenía que empezar de nuevo, esta vez con un recuerdo diferente.
No obstante, muy pronto comencé a disfrutar de ese proceso de purificación espiritual. Nuestras conversaciones telefónicas mejoraron; comenzamos a hablar de actividades que ambos sabíamos que teníamos en común pero a las que jamás nos habíamos referido. Él me aconsejaba acerca de mi grupo de exploradores y compartía conmigo su experiencia en una escuela dominical para adultos discapacitados. Comencé a llamarlo más a menudo; él mostraba interés en mi vida y escuchaba mis respuestas, algo que nunca antes había ocurrido.
En el proceso hubo también retrocesos e inconvenientes, pero en lugar de aferrarme a las discordias indefinidamente, aprendí a perdonar más rápido y a seguir adelante. Me di cuenta de que al tener esa actitud, las cuentas pendientes se cancelaban. Muy pronto ya no tuve que orar tanto para poder perdonarlo.
Finalmente, un día lo fui a visitar. Por primera vez desde mi adolescencia, cuando llegó el momento de irme no tenía ganas de hacerlo. Me hubiera gustado quedarme más tiempo para compartir el bien y el amor que ambos expresábamos.
Ése es el poder del perdón.