Hace unos años, poco antes de que mi padre falleciera, me senté junto a su cama y le tomé la mano. Si bien no teníamos la misma religión, como ambos amábamos la Biblia le leí el Salmo 23 y algunos pasajes de la epístola de Juan acerca del amor de Dios. Lo último que le dije antes de que se fuera apaciblemente fue que Dios lo amaba, y que yo también lo amaba.
Lo que hizo que aquella fuera para mí una experiencia hermosa y no triste, fue que se lo dije con toda sinceridad, con el amor puro y sincero de una hija por su padre, que años de resentimiento y desilusión no habían podido empañar.
Ése es el poder del perdón. El perdón transforma, cambia nuestro concepto de los demás y nuestro trato con ellos. Ese punto de vista mejorado, más elevado, tiene también el poder de transformar a aquellos a quienes perdonamos.
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