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Para jóvenes

Una victoria inesperada

Del número de noviembre de 2002 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Juego hockey sobre hielo desde que aprendí a caminar. Cuando tenía nueve años empecé a jugar de portero, y mi primer par de protectores fueron unos viejos y desgastados, con tres tiras, que se usaban tanto. Recuerdo que en el invierno con mi papá nos poníamos a disparar goles en la laguna congelada del fondo de casa.

Este año, cuando jugué de arquero en las finales del oeste del Estado de Maine, tuve una experiencia de la que aprendí mucho. Ese torneo, donde los ganadores tienen la posibilidad de ir a las finales del estado, se celebró en el Centro Cívico del Condado de Cumberland, el estadio más grande de la ciudad de Portland y pueblos aledaños.

El año pasado, nuestro equipo, The Falmouth High School Yachtsmen, perdió en las finales jugando contra el mismo equipo con el que íbamos a jugar nuevamente este año. Era un partido importante. Se trataba de la revancha. En la temporada regular le habíamos ganado dos veces. Y éramos el mejor equipo del estado.

Recuerdo que antes del partido llamé a un sanador de la Christian Science y le pedí que orara para que me ayudara a dar lo mejor de mí.

Cuando estás de portero eres el centro de atención. Si cometes algún error — o sea si permites que te metan un gol — todos te ven. Se siente mucha presión durante el juego, y el portero tiene una gran responsabilidad.

Es por eso que siempre salgo al hielo con Dios. Hablo con Él y le digo: “Muy bien, Dios mío. Ahí vamos. Yo te reflejo a Ti. Yo sé que tengo fuerza, agilidad y rapidez que provienen de Ti, y tengo todo lo que necesito para ser un buen portero. Tengo esta habilidad porque soy uno de Tus hijos”. A eso me refiero cuando digo que salgo con Dios a la pista. No hago nada por mí mismo.

De modo que ese día salí al hielo con mucha confianza y muy tranquilo. Fue un gran juego. Deben de haber habido entre 5.000 y 6.000 personas en el estadio. Y el lugar se venía abajo del entusiasmo que había.

Cuando me quise acordar, estábamos en el tercer período y restaban tan sólo 22 segundos de juego. Seguíamos empatados 0—0, lo que era muy sorprendente. Nadie había podido anotar un tanto. El capitán y defensor de nuestro equipo estaba junto a la red de la portería, y entonces el equipo contrario tiró el puck [disco de goma] al arco. Yo lo salvé y el puck salió disparado contra la esquina de la valla. Fue entonces que nuestro defensor golpeó y sacó la red de las amarras, porque se confundió y pensó que el puck estaba cerca del círculo de la portería y los contrarios podían hacer una anotación.

Las reglas establecen que si faltan menos de dos minutos para que termine el juego, y uno quita intencionalmente el puck cuando éste está en el círculo de la portería, es tiro libre para el equipo contrario.

De manera que tiraron el puck en el centro de la pista y llamaron un tiro penal. Yo conocía al muchacho que haría el tiro para el otro equipo. Había jugado hockey con él muchas veces. Recuerdo que se acercó a mí, y yo estaba observando sus movimientos. Empujó el puck intencionalmente demasiado hacia adelante de su stick (bastón) para hacer que yo saliera del arco y agarrara el puck, pero no lo hice. Dudé un poco. Entonces él disparó. Cuando traté de hacer un stack [bloquear el tiro con mi cuerpo acostándome de lado sobre el hielo], el puck me pasó por entre las piernas y entró en la red.

Mi corazón se detuvo. Perdimos el juego 1—0. Y los aficionados se quedaron gritándonos.

Recuerdo que cuando fui al vestidor después del juego, me senté y pensé: “Dios, ¿por qué me fallaste?”

Esa noche me sentí muy deprimido. No sabía qué pensar.

Al día siguiente, mi mamá me dijo: “No tienes que ir a la escuela hoy. Ningún miembro del equipo va a ir”. Pero yo decidí que quería ir, aunque no sabía por qué. Pensé que lo más probable era que me culparan por haber perdido el partido.

Yo era el único chico del equipo que estaba allí. Recuerdo que fui caminando por el pasillo y tuve una sensación increíble. Me sentí rodeado de amor. Estudiantes y profesores se me acercaban y me daban un abrazo, o me daban la mano, o me decían: “Buen trabajo”. Se me acercaron chicos que ni siquiera conocía. Todos me alentaron muchísimo. Fue algo asombroso. Esto me hizo ver que el hecho de no haber ganado un partido, no quiere decir que no hayas ganado. Ganar consiste en cómo uno trata a sus compañeros de equipo y a la gente que lo rodea, es estar allí para apoyar a los demás pase lo que pase. Ese día, aprendí mucho de la gente de mi escuela y de mis amigos. Me hizo sentir mucha humildad. Esa lección fue mucho más importante para mí que ganar un partido de hockey. Fue maravilloso. Comprendí, entonces, que Dios, definitivamente, no me había abandonado.

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