Yo soy de Perú, y el año pasado cursé el séptimo grado en una escuela pública en la ciudad de Boston, en los Estados Unidos. Para mí fue un cambio muy grande. Además de la diferencia de idiomas, la escuela era mucho más ruidosa y los chicos se preocupaban más de su apariencia y de la forma en que se vestían, que en Perú.
Un día, fui al colegio con la misma ropa del día anterior para ahorrar un poco. Yo tenía que pagar para lavar mi ropa en el edificio de al lado. Un niño se escandalizó de verme con la misma ropa y me dijo que fuera más considerado; yo le respondí que tenía una buena higiene, que no había nada de malo y que mi ropa no estaba en tan mal estado. Pero él empezó a contarle esto a todo el mundo y los chicos en la clase empezaron a decirme que yo era una persona sucia, que era muy tacaño en hacer tal cosa por ahorrar $1, 25 y no me querían aceptar como amigo. Yo no sabía qué hacer y me quedé callado.
Otro día un chico me agarró mi bebida e hicieron un gesto vulgar con ella, y por último me amenazaron con pegarme. Felizmente nada sucedió. Me sentí humillado y tuve que controlarme para no pelear y hacerle daño a alguien.
Las cosas fueron empeorando día a día, y decidí contarle a mi familia lo sucedido. Ellos me dijeron que orarían por mí, y me dijeron que si quería hablara con mi maestra de la Escuela Dominical.
El mismo domingo se lo conté y hablamos sobre cómo podía yo orar por mí mismo. Me dio para leer una página del libro Escritos Misceláneos por Mary Baker Eddy, que habla sobre cómo tratar a nuestros enemigos (pág. 8). Una de las cosas que dice es que nuestros enemigos son en realidad nuestros amigos porque ponen a prueba nuestra paciencia y bondad. También que la manera de perder a nuestros enemigos es amándolos, que es lo que Jesús enseñó en el Sermón del Monte.
Me preparé para ir al colegio pensando constantemente en esto. Aunque a veces me sentía un poco inseguro, continué orando. Pensé que Dios me amaba aún más que mis padres, y eso me dio la seguridad de que nada malo me podía pasar. Eso me tranquilizó. Una de las leyes de Dios es la ley del Amor, que cuida de cada uno de nosotros. Esto me ayudó a no pelearme y a ver que esos chicos y yo sólo podíamos tener una buena comunicación, amistad y hermandad.
Un día, increíblemente, se acercó el niño que era el que ocasionaba esos momentos de angustia, y me dijo: “Oye, ¿me disculpas por todo?”, y yo le respondí: “Todo está bien”. Y día a día se acercaban otros compañeros pidiéndome que les enseñara a resolver algún ejercicio de matemáticas. Entonces el profesor formó grupos de cuatro niños y me dijo que fuera a ayudarlos, y a mí me daba gusto hacerlo.
Las cosas fueron mejorando. Muy pronto me hice amigo de todos, y me sentí más seguro al ir al colegio.