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VERIFICACIÓN DE CURACIONES Las declaraciones hechas en artículos y testimonios sobre curaciones, han sido cuidadosamente verificadas por aquellos que conocen la curación o pueden dar fe de la integridad del testificante.

Una vida espiritual es una vida saludable

Del número de noviembre de 2003 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Tanya

Curación de neumonía

En 1999 cuando estaba en noveno grado, me enfermé y fui al médico. Por mucho tiempo, los doctores no pudieron darme un diagnóstico. Finalmente, me sacaron una radiografía de los pulmones y me dijeron que tenía neumonía. Para entonces, ya hacía cuatro años que mi mamá y yo estábamos estudiando la Christian Science.

Cuando estaba pensando qué hacer, después de enterarme del diagnóstico, me vino la idea de que Dios era el sanador y que yo podía recuperarme sin medicina, sin ningún método material de tratamiento. De manera que no tomé ninguna de las píldoras ni me apliqué las inyecciones que los médicos me habían prescrito. En lugar de eso, recurrí a mi mamá para que me ayudara, y empezamos a orar juntas para que se produjera la curación.

Comencé a leer la Biblia y el libro Ciencia y Salud con diligencia, Al final de este último hay un capítulo de relatos de curaciones escritos por personas que tuvieron muchos tipos diferentes de problemas y enfermedades. Hay toneladas de ideas prácticas en este capítulo que me ayudaron mucho. Para mí las más importantes fueron que Dios es la fuente de la salud, y que Dios es Amor. Yo soy como un rayo de Su luz, y no puedo estar enferma. Sólo puedo estar sana porque provengo de Dios.

En dos semanas estaba sanada de neumonía. Los médicos me sacaron otras radiografías de los pulmones y esta vez me dijeron que tenía bronquitis crónica. Oré y sané de la bronquitis también. Ahora mis pulmones están en perfecto estado.

Con esta experiencia aprendí que en situaciones así es importante confiar completamente en Dios, y nunca perder nuestra inspiración espiritual. Moramos en Su espíritu, en Su amor, a cada momento.

Jaime

Sana de resentimiento y sarpullido

Nunca antes me había sentido tan molesta con alguien. Ella no sólo no respetaba las ideas ajenas, sino que además era desconsiderada, maleducada, desagradable y alzaba la voz con frecuencia. Todo esto hacía aflorar en mí los peores sentimientos. Simplemente no podía soportar estar con ella, y no pasaba ni un día sin que tuviera que verla. Durante mi primer año en la universidad, ella y yo compartíamos la misma habitación y teníamos las mismas clases, por lo que no había escapatoria.

Después de un día particularmente exasperante, llamé a mi mamá “para desahogarme”. Aun antes de que pudiera contarle lo que me pasaba, ella me recordó que el amor es siempre la respuesta a cualquier problema que podamos tener. Yo no quería escuchar algo así, sino que estaba deseando que se compadecieran de mí y me dijeran que tenía razón en estar ofendida.

Corté el teléfono sintiéndome muy insatisfecha.

En mi interior, sabía que la única solución a este problema era la oración. También sabía que si oraba tendría que crecer espiritualmente, y era algo que no estaba preparada para hacer. Entonces me fui a dormir.

A la mañana siguiente me sorprendí al despertar con un desagradable y doloroso sarpullido en la cara y en el cuello. Entonces pensé: “¡Además de tener que ver a esta persona todos los días, ahora tengo un sarpullido!”

Pasé buena parte de la semana pensando de esta forma, hasta que finalmente tuve la humildad de volverme a Dios en busca de una respuesta. Él me mostró que, por increíble que pareciera, mi problema físico y el problema con mi compañera estaban relacionados. No se me había ocurrido pensar que ambos problemas pudieran estar conectados, pero en Ciencia y Salud (un libro que explica cómo sanar espiritual y científicamente), leí: “Una cuestión moral puede que impida el restablecimiento de los enfermos” (pág. 419).

Me di cuenta de que, en mi caso en particular, quería decir que no iba a sanar del sarpullido hasta que me liberara del verdadero problema: la irritación e implacables pensamientos que tenía contra mi compañera de cuarto. Me gustara o no, iba a tener que cambiar esos pensamientos y aprender a amarla.

Yo no sabía por dónde empezar. En determinado momento recordé un artículo que se llama “Sentirse ofendido”, que había leído en Escritos Misceláneos por Mary Baker Eddy. El mismo dice en parte: “Es nuestro orgullo lo que hace que la crítica ajena nos irrite, nuestra obstinación la que hace ofensiva la acción ajena, nuestro egotismo el que se siente herido por la presunción ajena. Bien podemos sentirnos heridos por nuestras propias faltas; mas apenas si podemos permitirnos el sentirnos desdichados por las faltas de otros” (pág. 224). Al leer esto, me di cuenta de que cualquier problema que tuviera con mi compañera de habitación era mi culpa, y no de ella. Yo no tenía por qué reaccionar ante lo que ella hacía; no tenía por qué llevar chismes, ser irrespetuosa ni sentirme ofendida. A cada momento, podía optar entre actuar con amor o reaccionar con irritación y rabia.

Me sentí agradecida por darme cuenta de cómo podía ser una mejor persona, pero eso no justificaba su comportamiento. Ella no tenía derecho a tratar mal a la gente. “¿Por qué tengo que amar a alguien así?”, me pregunté.

“Porque Dios lo hace”, fue la respuesta que se me ocurrió de inmediato. Ese argumento me convenció.

Durante el resto de la semana, procuré sinceramente poner estas ideas en práctica. Fui a clase todos los días, sabiendo que cuando estaba en presencia de mi compañera, estaba en realidad en presencia de la hija de Dios. Procuré sinceramente comprender que ambas éramos expresiones del Amor, o Dios, y que nada odioso u ofensivo era parte de nuestro ser. Esto me ayudó a percibir las buenas cualidades que ella tenía y que yo no había visto antes, como su ingenio, humor, espíritu e integridad. Comencé a respetar sus ideas y a valorar su opinión, y hasta llegué a decírselo.

Cuando llegó el fin de semana, el sarpullido había desaparecido, y no ha vuelto a presentarse. Lo mejor de todo es que esta muchacha y yo estamos todavía en la misma universidad. Desde aquella época, hace ya dos años, hemos sido buenas amigas.


Lars

Sana con rapidez luego de dislocarse gravemente el pie

En enero tuvimos la primera y única nevada en mi universidad en Carolina del Norte, y mis compañeros de cuarto me llevaron a andar en trineo. Detrás de nuestro edificio hay una colina junto a un bosque. Le sacamos la tapa a un basurero, y dos o tres de nosotros nos deslizamos por la colina sobre ella al mismo tiempo. Al llegar abajo, en el primer intento, me golpeé el pie derecho contra el tocón de un árbol. Me dolía muchísimo, y sentí que me lo había torcido.

Al día siguiente, un viernes, el pie estaba tan grande que parecía una pelota de fútbol. No podía caminar, no podía asistir a clase, no podía hacer nada.

Yo estaba solo en los Estados Unidos, así que llamé a mis padres a Alemania de inmediato y les conté lo que había sucedido. Como yo pensaba que era probable que me hubiera quebrado un hueso, decidí esperar hasta que mi compañero de cuarto regresara, para pedirle que me llevara al centro de salud de la universidad. También quería conseguir unas muletas para poder andar por mi cuenta.

Pero lo primero que hice fue llamar a una practicista de la Christian Science de la zona, y preguntarle si podía orar por mí, cosa que ella aceptó.

Lo primero que pensé después de conversar con la practicista fue: “Un árbol es una creación de Dios tanto como yo. Y una idea de Dios no puede hacer daño a otra. Sus ideas se mueven armoniosamente, complementándose unas a otras en lugar de haciéndose daño”.

Mientras esperaba a mi compañero de cuarto, empecé a leer la Lección Bíblica Semanal en alemán, mi idioma materno. El tema de la lección era “Mente”, que, para mí, es un sinónimo de Dios. Había muchas ideas útiles en ella sobre cómo el bien, la diversión, las actividades, no pueden terminar mal, puesto que provienen de Dios.

Cuando mi compañero regresó me llevó al centro de salud. El médico me examinó el pie y me dijo que era una torcedura grave. Me dio unas muletas y me prescribió un calmante para el dolor, y le dije: “Gracias por ofrecerme la prescripción, pero yo uso la oración”. Y el médico me contestó: “Bueno, ésa es, probablemente, la mejor medicina”.

Me fui a mi dormitorio y hablé otra vez con mis padres. Me reconfortó saber que ellos, mis abuelos y la practicista estaban todos orando para que se produjera la curación. Lo que me resultó más sorprendente fue que estábamos todos lejos unos de otros, mis padres estaban a miles de kilómetros en Alemania, y la practicista vivía a unos ciento sesenta kilómetros al oeste de donde yo estaba. Fue estupendo saber que la distancia en realidad no importa, porque Dios está en todas partes’ ¡y, por supuesto, también en Greenville, Carolina del Norte!

Mi compañero de cuarto y mi amigo me estaban dando su opinión sobre cuál era el mejor calmante que debía usar, y cuál no. Yo sé que ellos estaban tratando de ayudarme, y no querían interferir. Y en aquella lección Bíblica sobre la Mente, leí algo sobre las medicinas que me pareció muy interesante. Dice así: “Si comprendiésemos el dominio de la Mente sobre el cuerpo, no pondríamos fe en medios materiales”. Y después agrega: “No puede haber curación excepto por esa Mente, por mucho que confiemos en un medicamento o en cualquier otro medio hacia el cual la fe humana o el esfuerzo humano se dirija” (Ciencia y Salud, pág. 169).

También recordé una canción por el grupo hip-hop/R&B [Rythm & Blues] Mary Mary www.mary-mary.com (con raíces en la música gospel), que tiene mucho ritmo y una letra muy inspiradora. Se llama “Shackles (Praise you)”, Letra de “Shackles (Praise You)” de Erica Atkins y Trecina Atkins. ©2000 EMI April Music, Inc. y una de las estrofas dice lo siguiente:

“Quita de mis pies los grilletes
para que pueda bailar
Sólo quiero alabarte
Sólo quiero alabarte
Has roto las cadenas y ahora
puedo elevar mis manos
Y voy a alabarte
Voy a alabarte”.

Al pensar en estas palabras las relacionaba con mi pie, que la lesión era como un grillete. Y pensé: “Quítame mi grillete”. Continué cantando esa canción siempre que sentía que me empezaba a doler el pie. Me recordó lo que Jesús le dijo al hombre que estaba esperando el movimiento de las aguas en el estanque de Betesda, en Jerusalén, para que pudiera ser sanado: “Levántate, toma tu lecho, y anda”. (Juan 5:8) Era justamente lo que yo necesitaba hacer.

Esa misma noche salí. Era un viernes y fui al centro de la ciudad a cenar con unos amigos. Para entonces, ya estaba usando tan sólo una muleta. Para mí eso fue sorprendente, porque me sentía muy cómodo caminando por la ciudad, en medio de una multitud, divirtiéndome, sin que la lesión me distrajera para nada.

Continué estudiando la Lección Bíblica y hablando con la practicista durante el fin de semana. Me gustó mucho la idea de que tanto el tocón como yo éramos parte de esta gran creación de la única Mente; que no nos podíamos hacer daño el uno al otro, y tampoco estábamos uno en el camino del otro. Realmente fue genial que encontrara todas las respuestas para mi curación en esta misma lección.

El lunes, asistí a clase sin ninguna muleta, y muy poco después empecé a jugar deportes otra vez. Fue una curación rápida, y estoy encantado de que mis compañeros hayan apoyado tanto el método de curación que elegí.

Yo tenía la certeza de que la oración es en realidad la mejor medicina. Y lo es.


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