Pocos meses después del ataque terrorista al World Trade Center, regresé a casa del colegio, en el que estaba interna, para pasar las Fiestas Navideñas. La ciudad de Nueva York se veía diferente. Siempre había sido un lugar lleno de caras desconocidas y muchas sorpresas. Pero en esta ocasión, cuando viajaba en el metro desde mi departamento en el Bronx hacia Manhattan, sentí como si la gente a mi alrededor estuviera enojada y con miedo de sus semejantes.
Entonces el año pasado cuando me gradué del liceo, regresé a vivir a la ciudad. Un día, cuando volvía a casa desde el trabajo en el centro de Manhattan, me di cuenta de lo temerosa que estaba de mis vecinos desde el 11 de septiembre. Siempre que viajaba en el metro iba mirando al suelo, tratando de no mirar a la gente a los ojos, en lugar de disfrutar el viaje a casa. En un momento dado levanté la vista y miré a las personas que estaban en el vagón. En su mayoría, nadie se veía preocupado por nada, todos parecían muy felices. Un muchacho enfrente de mí movía la cabeza al ritmo de una canción que sonaba fuerte en sus auriculares. Del otro lado del vagón, dos niños miraban un diario y leían en voz alta en español mientras su padre los ayudaba a pronunciar las palabras difíciles.
Allí sentada, tomé la decisión de no seguir viviendo con temor a la gente que me rodeaba. Algo tenía que cambiar.
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