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Mi amor por la música

Del número de julio de 2003 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


SI BIEN desde hace más de una década tengo pasión por la música de todas partes del mundo, la música sacra ocupa un lugar especial en mi corazón. Por ello la busco con anhelo, y a menudo la encuentro en actos de amor y expresiones de respeto, humildad y gratitud, que sirven para unir a miembros de distintas religiones. Los músicos a menudo reconocen explícitamente que es Dios, más que su propia capacidad o conocimientos, quien los guía. La música sacra es una forma de definir a Dios que puede adoptar distintas formas. Puede expresarse, por ejemplo, tanto a través de los abatidos cánticos budistas como de las emotivas canciones “sufi qawwali”. Esta variedad de expresión me permite comprender mejor a Dios.

Mary Baker Eddy consideraba que la música es una herramienta esencial para la expresión humana. Sus escritos incluyen frecuentes referencias literales y metafóricas a la música, como por ejemplo: “La música es el ritmo de la cabeza y del corazón. La mente mortal es el arpa de muchas cuerdas, que expresa discordancia o armonía, según sea humana o divina la mano que la pulse” (pág. 213).

Siempre que asisto a un concierto o a un festival de música sacra, me conmueve la disposición que tienen los intérpretes y el público de compartir, de abrir sus corazones a sus semejantes. Es evidente que estos conciertos no tienen que ver únicamente con la música, pues la gente vuelca en ellos lo mejor de sí.

La interpretación abierta y heterogénea de la música sacra es un fenómeno relativamente nuevo, por lo que muchos asistentes a sus conciertos escuchan sonidos y expresiones que les son desconocidos. Durante el servicio interreligioso de Acción de Gracias, que tuvo lugar en Olympia, E.U.A., me detuve al pie de una escalera rodeado por integrantes del coro “Niños en Concierto”. Con juvenil energía, sus miembros susurraban entre sí sus temas de interés. Cuando Jamal Diab comenzó a recitar una sección del Corán que se refiere a San Juan, uno de los niños preguntó: “¿Habla judío?” “No, habla musulmán”, le contestó otro. “¡Ah! ¡Está hablando musulmán!” Más divertido que molesto, le susurré a uno de ellos: “Él es musulmán, pero el idioma que habla se llama árabe”. Pronto todos los niños estaban en conocimiento de este hecho. Lo interesante del caso es que por primera vez escuché recitar del Corán en persona.

Todos fuimos partícipes de una nueva forma de contribuir a que la comunidad comprenda a Dios. Juntos abrimos una pequeña ventana hacia la trascendente verdad a la que Mary Baker Eddy se refirió cuando escribió: “La música es la armonía del ser; mas la música del Alma aporta las únicas melodías que conmueven los acordes del sentimiento y despiertan las cuerdas del arpa del corazón”. (Escritos Misceláneos, pág. 106).

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