SI BIEN desde hace más de una década tengo pasión por la música de todas partes del mundo, la música sacra ocupa un lugar especial en mi corazón. Por ello la busco con anhelo, y a menudo la encuentro en actos de amor y expresiones de respeto, humildad y gratitud, que sirven para unir a miembros de distintas religiones. Los músicos a menudo reconocen explícitamente que es Dios, más que su propia capacidad o conocimientos, quien los guía. La música sacra es una forma de definir a Dios que puede adoptar distintas formas. Puede expresarse, por ejemplo, tanto a través de los abatidos cánticos budistas como de las emotivas canciones “sufi qawwali”. Esta variedad de expresión me permite comprender mejor a Dios.
Mary Baker Eddy consideraba que la música es una herramienta esencial para la expresión humana. Sus escritos incluyen frecuentes referencias literales y metafóricas a la música, como por ejemplo: “La música es el ritmo de la cabeza y del corazón. La mente mortal es el arpa de muchas cuerdas, que expresa discordancia o armonía, según sea humana o divina la mano que la pulse” (pág. 213).
Siempre que asisto a un concierto o a un festival de música sacra, me conmueve la disposición que tienen los intérpretes y el público de compartir, de abrir sus corazones a sus semejantes. Es evidente que estos conciertos no tienen que ver únicamente con la música, pues la gente vuelca en ellos lo mejor de sí.
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