Un sábado por la tarde, en las Islas Filipinas, donde vivo, fui con mi compañero de buceo en una canoa muy pequeña con flotadores laterales, a corta distancia de la costa, para grabar un video del arrecife de coral. Como el bote tenía menos de 60 cm de ancho, cuando me preparé para lanzarme hacia atrás en el agua, tuve muy poco espacio donde poner los pies con las aletas puestas. Al saltar por el costado de la canoa, mi aleta derecha quedó trabada por un instante. Entonces escuché un ruido fuerte, aunque no pude determinar de dónde provenía, y sentí un dolor muy intenso en el tobillo y la pantorrilla, no obstante, me sumergí y completé el buceo en aguas poco profundas que duró cerca de una hora.
Siempre que buceo me apoyo en el Salmo 139 donde dice: “¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si tomare las alas del alba y habitare en el extremo del mar, aun allí me guiará tu mano, y me asirá tu diestra” (Salmo 139:7, 9, 10). Y también me aferro a una declaración de Mary Baker Eddy: “Sea cual fuere vuestro deber, lo podéis hacer sin perjudicaros” (Ciencia y Salud, pág. 385). Esas citas me resultaron muy útiles en ese momento.
Para cuando caminé del bote al lugar donde alquilan el equipo de buceo, el dolor se había vuelto muy intenso. Más tarde esa noche, no podía poner el pie en el suelo. No había inflamación, y tenía la misma sensación que había tenido cuando de niña me caí del caballo y me rompí un brazo.
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