Volví a la habitación del hotel en la ciudad de Alicante, después de una inspiradora reunión de trabajo sobre espiritualidad con varios amigos estudiantes de la Christian Science. Cada uno había dado todo lo que tenía de su precioso caudal de inspiración para compartirlo con los demás.
Me sentía llena de gratitud a Dios y al mirar el paisaje que enmarcaba la ventana me sorprendió ¡tanta belleza! El cielo era de un azul intenso que reflejaba el color del mar y en todo lo que abarcaba la vista sólo había una nubecita muy blanca detenida justo encima de una palmera que se veía en medio de la ventana.
Siempre me han gustado las palmeras, erguidas y rectas, pero también flexibles, elevándose siempre hacia el cielo. Esta era muy alta y parecía que estiraba sus verdes brazos como si quisiera tocar la nube. Imaginé un diálogo; tal vez ella estaba sedienta y le pedía a la nube que le diera de su agua y la nube le respondería que sin duda bajaría para mojarla. La nube tenía lo que ella necesitaba, y seguramente caería en forma de lluvia dando todo cuanto tenía para refrescar la tierra. Entonces la palmera estaría agradecida por el regalo de su frescura.
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