Un día mi marido Jamie y yo estábamos en el pasillo de cereales del supermercado. A poca distancia había una máquina de cupones con una lucecita roja. Una niña pequeña que se encontraba cerca, le hizo una pícara mueca a mi esposo y puso la punta de su dedo sobre la luz. Él le sonrió también y comentó: "¡Qué divertido! ¿No?"
Al verse como la hija de Dios, pudo percibir su individualidad espiritual, pura e intachable.
Antes de que pudiera contestar una señora del otro lado del pasillo gritó: "¡Suzie! Ven aquí". La mujer le echó una mirada penetrante a Jamie, tomó a la pequeña de la mano, y se alejó rápidamente de nosotros. En estos tiempos de "extraños peligrosos" comprendimos por qué ella se sintió atemorizada al ver a un hombre desconocido hablando con su hija. Pero su actitud nos entristeció.
Más tarde, ese mismo día, estuve recordando mi niñez. Vivíamos en el Bronx en un vecindario de edificios de departamentos y tiendas propiedad de familias. Aun a los seis años de edad, se me había permitido jugar afuera sola. De hecho no recuerdo que mi madre me dijera "No hables con extraños", hasta que estuve en el liceo. Incluso entonces los "extraños" eran chicos que tenían automóviles a los cuales yo tenía prohibido subir.
Después del incidente del supermercado con Suzie, decidí orar más diligentemente por el abuso infantil. Mis oraciones por los niños del mundo están basadas en mi entendimiento del Creador como Padre-Madre, y en el hecho espiritual de que cada niño es la idea espiritual de Dios — inocente, puro y perfecto. Esta comprensión me permite reconocer, con convicción, que ningún pequeño puede ser privado de su alegría y ternura natural. Estas cualidades y otras constituyen al niño que ha creado Dios. Son atributos espirituales que tienen su fuente en el Padre divino, por lo cual ningún acto abusivo se los puede quitar.
Mis oraciones por los niños del mundo también incluyen aceptar el amor purificador de Dios, siempre presente, un amor que regenera, sana y consuela. Al orar declaro que quienes han sido víctimas de abuso pueden sentir la presencia de este amor, restaurando su inocencia y valor innatos. La posibilidad de tal renovación fue descrita por Mary Baker Eddy cuando escribió: "La renuncia a todo lo que constituye el llamado hombre material, y el reconocimiento y realización de su identidad espiritual como hijo de Dios, es la Ciencia que abre las compuertas mismas del cielo; de donde fluye el bien por todos los cauces del ser, limpiando a los mortales de toda impureza, destruyendo todo sufrimiento, y demostrando la imagen y semejanza verdaderas".Escritos Misceláneos 1883-1896, pág. 185. Experimentar la realidad de esta "imagen y semejanza verdaderas" no sólo es posible para hombres, mujeres y niños, sino que es el derecho de toda persona, porque cada una está por siempre intacta en la relación divina Padre-hijo.
Cuando una amiga mía era niña su padre abusaba de ella. Para colmo, su madre ignoraba completamente la situación y no podía ayudarla. Aunque le llevó años, la comprensión de que Dios — y sólo Dios — siempre ha sido su Padre y Madre, reemplazó, con el tiempo, los sentimientos crónicos de vulnerabilidad y de estar a la defensiva, asociados con el abuso. Al verse a sí misma como la hija de Dios, mi amiga pudo percibir que su individualidad espiritual, su verdadero y único ser, había permanecido puro y no había sido tocado por el mal.
Ella me contó que las lecciones que ha aprendido sobre el poder del Amor divino para erradicar las penas del pasado, le han resultado muy útiles en su propio papel como madre de familia. Entendiendo en cierto grado que sólo la ascendencia espiritual predomina en su vida, ella ha podido romper el ciclo de abuso, el cual, según el pensamiento popular, es transmitido de generación en generación.
La restauración que mi amiga experimentó es sólo un ejemplo del poder del Amor divino, cuya actividad salvadora es incesante y lo envuelve todo. Oro para que todas las personas escuchen el mensaje del amor de Dios, hablando gentilmente a sus corazones heridos, liberándolos de las pesadillas del pasado. Oro por un mundo mejor cuya esperanza se basa en el derecho divino que tiene cada niño de sentirse seguro y apreciado.
