Entre los hermanos, tías, primas y abuelos de las familias latinas es obvio ver en la variedad del color de la piel y en la fisonomía, nuestro mestizaje mundial. Incluimos en nuestra sangre y apariencia a los indígenas del Nuevo Mundo, a los colonizadores europeos, a los descendientes de los esclavos africanos, así como a los inmigrantes asiáticos, judíos, árabes y de todas las demás regiones del planeta. Porque vivimos y nos casamos en este país seguimos interiorizándonos con otros grupos raciales y culturales. Los niños de estos matrimonios mixtos llevan adelante el proceso dinámico de mestizaje de los latinos. Por razón de esta continua amalgama de razas y culturas, nos podríamos llamar los “amalgatinos”.
Tal vez esto provoque en algunos cierta confusión acerca de lo que somos, y para otros una celebración de nuestra variedad. Lo cierto es que un alto porcentaje de latinos rehúsan que se les asigne una descripción racial y limitada. Nuestras respuestas, por ejemplo, al censo estadounidense del 2000 indican diferentes nociones de lo que son la raza y la etnia: el 40% de los latinos se identificaron como “otro”, o sea, rechazaron las asignaciones del censo.
San Pablo también rechazó las clasificaciones raciales, así como todas las otras designaciones de la materia. A él le importaba que todos aceptáramos y viviéramos el mensaje de Cristo Jesús para poder convertirnos en el nuevo hombre espiritualizado. Él escribió: “Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa”. Gálatas 3:26-29.
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