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Un hogar sinónimo de cielo

Del número de abril de 2004 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Por lo general creemos que tener un hogar significa: papá, mamá e hijos y una casa bonita, llena de muebles, además de una decoración impactante que guste mucho a quienes nos visitan visitan y, por supuesto, a nosotros mismos. No obstante, muy pronto comprendemos que éstos no son más que objetos y personas, y que sin el reconocimiento de su valor espiritual, no podemos entender su verdadera utilidad o función.

Recuerdo que cuando me casé con un hombre viudo y con hijos, creía que sería muy fácil formar una familia. Sólo bastó que empezara a cumplir con las funciones de mamá para encontrar las dificultades propias del caso. Como suele ocurrir en este tipo de situaciones, ellos, antes que verme como una solución, me veían como una intrusa que pretendía reemplazar a su mamá. De acuerdo con la creencia humana, el amor de madre es irreemplazable. Además los chicos me veían como una amenaza que podía quitarles lo único que les quedaba, o sea, el amor de su padre. Al tiempo mi esposo y yo tuvimos un hijo y pensé que las cosas se arreglarían, pero las relaciones se tornaron cada vez más tensas e insoportables para todos, así que decidí regresar con el niño a casa de mis papás. Allí empecé a estudiar la Christian Science en serio, y lo primero que aprendí fue que "hogar" es sinónimo de cielo, y de inmediato me di cuenta de que el hogar que había formado era todo menos eso.

Poco a poco, a través de mi estudio, comencé a entender que ese cielo se construye con amor, pero, no con el amor humano, sino con el Amor divino, o sea, Dios.

No fue fácil; sin embargo me dediqué a aplicar estas pequeñas pero poderosas verdades al pensar en el comportamiento de la familia.

Después de cuatro años volví a la casa de mi esposo. Era el momento de poner en práctica todo lo que había aprendido. Para entonces él vivía sólo con su hija; los otros dos muchachos se habían ido a otra ciudad.

Recuerdo que un día estaba en la cocina preparando un jugo y me venían pensamientos encontrados que contendían y se resistían a ceder. "¿Vas a llevarle jugo a Juanita? ¿Por qué tienes que hacerlo y humillarte?" De inmediato recordé algo que leí en la página 392 de Ciencia y Salud: "Estad de portero a la puerta del pensamiento. Admitiendo sólo las conclusiones que queráis que se realicen..." Entonces me dije: "Le vas a llevar el jugo poniendo en práctica esto de tener el bien en el pensamiento; y además de llevarle el jugo lo vas a hacer con amor, con el mismo amor que mueve a una madre a cuidar de sus hijos; y, no hay opción, lo tienes que hacer". Acepté el reto y le llevé el jugo. Esta actitud dio comienzo a la construcción de ese hogar, sinónimo de cielo.

Cedí al bien y empecé a darme cuenta de que si yo hubiera sido la mamá de esta niña y hubiese partido, cuánto me habría gustado que la mamá que me reemplazara la atendiera con ese amor. Empecé a ticar la regla de oro de "Hacer con los demás lo que yo quisiera que ellos hicieran conmigo". Cuando íbamos de compras, procuraba que a ella se le compraran cosas como si fuera mi propia hija. Si ella quería usar mis cosas, como cosméticos y perfumes, le decía que los usara como si fueran suyos, porque si hubiera sido mi propia hija tal vez no pediría permiso, sino sino que simplemente los usaría.

Otra lucha enorme que tuve fue con el hijo mayor, quien era el que más se oponía. Un día volvió a vivir con nosotros y noté enseguida que su oposición hacia mí era inmensa. Pero la Christian Science me había fortalecido mucho, y empecé a mejorar mi concepto sobre él, y oraba a Dios afirmando: "Si tu ley dice que tengo que amarlo, lo voy a hacer". Pero yo tenía que obedecer de tal manera que también se sanara y no me viera como una amenaza, sino como a la persona que yo deseaba ser con él.

El excelente equipaje de la Christian Science con el que había regresado para quedarme con ellos, me dio el triunfo y pudimos vivir en armonía. Además, cuando dejé de pensar mal de mi esposo, sintiendo que él me hacía desaires, y traté de verlo como Dios lo ve, él cambió y se volvió más cariñoso. Entonces el hijo que no me quería, un día llorando reconoció que se había portado mal conmigo, y que ahora me apreciaba como la esposa de su papá. La niña hoy es una profesional y en su tarjeta de grado me hizo una dedicatoria destacando mis consejos y reconociendo mi esfuerzo por entenderla.

Actualmente, con gran satisfacción puedo decir que tengo un hogar. Cuando salimos de paseo o nos reunimos a cenar, lo hacemos como una familia unida.

La guerra en mi país tiene que terminar. Así como mi hogar logró la armonía y la tranquilidad, es mi esperanza que miles de familias ya no procrearán más hijos para la guerra, sino para hacer de nuestro país un lugar digno y seguro. Sé que lo lograremos aplicando estas pequeñas, pero poderosas verdades.

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