Cuando tenía treinta y tantos años, mi madre y mi suegra, dos personas muy queridas en mi vida, fallecieron con muy pocos días de diferencia una de otra. La tristeza me hizo flaquear y sentí que las tinieblas me abrumaban. Me sentí huérfana, privada del amor incondicional que estas dos mujeres me habían expresado.
Pero amo la Biblia, y sabía que requiere de nosotros que miremos más allá del sentido humano de las cosas, y tengamos fe en Dios y en el papel que cumple en nuestra vida; es decir, comprender que Dios es la fuente de todo el bien. También había aprendido que esta bondad divina es la verdad de nuestra experiencia, en la cual la felicidad y la salud son nuestra condición normal.
El salmista nos da una vislumbre de que la comprensión de esto puede superar una sensación de desesperación; él cuestiona: “¿Por qué te abates, oh alma mía, Y por qué te turbas dentro de mí?” Y luego aconseja y nos asegura: “Espera en Dios; porque aún he de alabarle, Salvación mía y Dios mío” (Salmos 42:11). Oré y exploré otros pasajes de la Biblia para ver si podía averiguar más acerca de cómo la bondad de Dios era una presencia salvadora. ¿Podía acaso esa presencia reemplazar la oscuridad mental que yo sentía, con consuelo y alegría?
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