Hace unos meses, estaba mirando la televisión la primera noche del intento de golpe en Turquía. El caos, la ira, los tiroteos, las bombas, las miles de personas que gritaban —tanto a favor como en contra del golpe— era realmente un alboroto peligroso, y me compadecí mucho de todos aquellos que estaban atrapados en eso, de ambos lados.
Apagué la televisión para orar por un rato. Luego abrí la Biblia en un pasaje que me vino al pensamiento: “¿Por qué se amotinan las gentes, y los pueblos piensan cosas vanas? Se levantarán los reyes de la tierra, y príncipes consultarán unidos contra Jehová y contra su ungido, diciendo: Rompamos sus ligaduras, y echemos de nosotros sus cuerdas. El que mora en los cielos se reirá; el Señor se burlará de ellos” (Salmos 2:1-4).
Mientras lo leía, sentí algo de lo que imparte el poder supremo de Dios, y de la impotencia de todo aquello que protestaría contra Dios, aquello que se esforzaría por imponerse como ego, personalidad o poder aparte de Dios. Lo que me inspiró fue la verdad de que el panorama completo de muchas mentes en conflicto era esencialmente inválido, y carecía de poder ante lo que la Biblia nos enseña acerca de Dios, puesto que era un rechazo descarado de la supremacía de Dios y del gobierno armonioso.
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