Hace un par de años, durante la época de la Pascua, apareció en la Lección Bíblica del Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana la historia de la crucifixión y resurrección de Cristo Jesús, y comencé a orar para comprenderla más profundamente. La Lección de esa semana incluía este pasaje del Evangelio de Juan: “Nadie tiene amor más grande que el dar la vida por sus amigos” (15:13, Nueva Versión Internacional).
Al leer ese pasaje, sentí que había algo importante que debía entender mejor, y que era la clave para alcanzar esa comprensión más profunda que estaba buscando.
Mi estudio de la Ciencia Cristiana hizo que obtuviera una interpretación iluminadora y triunfante de dicho pasaje bíblico. Percibí que el amor que Jesús sentía por la humanidad era tan grande, que se sometió a la crucifixión para probar mediante la resurrección que solo la Vida existe, y que no hay muerte. Esto centró mi atención en el triunfo de la Vida divina, o Dios, sobre el pecado, el sufrimiento y la muerte. Me ayudó a comprender que el pecado, el sufrimiento y la muerte no son estados de la existencia que Dios otorga, por lo tanto, no forman parte de la Vida o de la experiencia del hombre como la expresión pura y amada de Dios.
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