Hace un par de años, durante la época de la Pascua, apareció en la Lección Bíblica del Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana la historia de la crucifixión y resurrección de Cristo Jesús, y comencé a orar para comprenderla más profundamente. La Lección de esa semana incluía este pasaje del Evangelio de Juan: “Nadie tiene amor más grande que el dar la vida por sus amigos” (15:13, Nueva Versión Internacional).
Al leer ese pasaje, sentí que había algo importante que debía entender mejor, y que era la clave para alcanzar esa comprensión más profunda que estaba buscando.
Mi estudio de la Ciencia Cristiana hizo que obtuviera una interpretación iluminadora y triunfante de dicho pasaje bíblico. Percibí que el amor que Jesús sentía por la humanidad era tan grande, que se sometió a la crucifixión para probar mediante la resurrección que solo la Vida existe, y que no hay muerte. Esto centró mi atención en el triunfo de la Vida divina, o Dios, sobre el pecado, el sufrimiento y la muerte. Me ayudó a comprender que el pecado, el sufrimiento y la muerte no son estados de la existencia que Dios otorga, por lo tanto, no forman parte de la Vida o de la experiencia del hombre como la expresión pura y amada de Dios.
De hecho, el hombre se salva del pecado, la enfermedad y la muerte cuando cede a la totalidad del único Dios. Se entiende que el hombre es algo más que alguien que prueba su fortaleza a través del sufrimiento, sino que es la expresión misma de Dios, el gran “YO SOY” (véase Éxodo 3:14).
Esto se encuentra resumido en la respuesta que Mary Baker Eddy da a la pregunta “¿Cree usted en Dios?” en su libro La unidad del bien. Su valiente respuesta fue: “Creo más en Él que la mayoría de los cristianos, pues no tengo fe en ninguna otra cosa ni en ningún otro ser. Él sostiene mi individualidad. No, aun más —Él es mi individualidad y mi Vida. Porque Él vive, yo vivo. Él sana todos mis males, destruye mis iniquidades, despoja a la muerte de su aguijón, y arrebata la victoria al sepulcro” (pág. 48).
Entonces, ¿cómo es posible conciliar la pureza total de la Vida divina con el relato de la crucifixión y resurrección? Un día, al leer nuevamente el pasaje de Juan, hice una pausa en la frase “dar la vida” y me pregunté: “¿De qué otra forma puede describirse la vida humana de alguien?” Pensé: “En la historia de la vida”. A continuación, leí todo el pasaje de la siguiente forma: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno dé ‘la historia’ humana de su vida por sus amigos”.
De pronto, había allí una idea muy diferente de lo que Jesús pudo haber estado sacrificando y probando en realidad. Él estaba dispuesto a hacer el sacrificio más absoluto y difícil de todos para el ego mortal; es decir, renunciar por completo a la historia del “yo” mortal por la gloria del “gran YO SOY”.
Esencialmente, Jesús estuvo dispuesto no a ser el sujeto de la oración, sino a permitir que el sujeto fuera Dios, la Mente divina. Él les había dicho a sus discípulos que ellos harían obras sanadoras aún mayores de las que él había hecho porque “yo voy al Padre” (Juan 14:12). La obra principal de Eddy, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, explica el gran significado de esta declaración: “De ahí la esperanza que concede la promesa de Jesús: ‘El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también;... porque yo voy al Padre’, —[porque el Ego está ausente del cuerpo y presente con la Verdad y el Amor]” (pág. 14).
Jesús comprendió humildemente su identidad espiritual como Hijo de Dios, el reflejo de la Mente, el efecto de la causa divina única, o lo que podría considerarse el verbo, la expresión o actividad de la existencia de Dios.
Sin duda, este sacrificio de un sentido mortal del yo, ¡puede ser una lucha enorme para cualquiera! En el jardín de Getsemaní (la “última parada” que hizo Jesús antes de que lo apresaran para ser crucificado), él agonizó y trató de resolver, para nuestro bien, el sentido mortal de la existencia. Ciencia y Salud dice: “Cuando el elemento humano en él luchaba con el divino, nuestro gran Maestro dijo: ‘¡No se haga mi voluntad, sino la Tuya!’, a saber: No sea la carne, sino el Espíritu, lo que esté representado en mí. Esta es la nueva comprensión del Amor espiritual. Da todo por el Cristo, o la Verdad” (pág. 33).
Jesús nos demostró que descubriremos que la vida en la materia no es de ninguna manera la fuente de la vida.
De principio a fin, Jesús estaba renunciando (una vez más, por nosotros) a toda percepción de un “yo” personal: el “yo” para hacer el bien y el “yo” para hacer el mal.
Para Jesús fue la batalla de su sincero deseo de cumplir con su misión por Dios, un deseo que él sabía tenía grandes recompensas para la humanidad. Y cuando pareció que los discípulos no habían comprendido la verdad de la totalidad de Dios y estaban profundamente dormidos, él tuvo que renunciar a un sentido mortal de desilusión, para lograr que los discípulos comprendieran el profundo significado y el gran alcance de la misión que Dios le había encomendado.
Con frecuencia, en cualquier historia humana es el “yo” más obediente y concienzudo el que constituye la parte más engañosa, aquella que parece decirnos que debemos ser una especie de “causa” al salvar personalmente a otros. Pero en la Ciencia divina, en la omnipotencia de la Verdad, solo puede haber un Dios, una causa que gobierna infaliblemente su efecto. “Porque Él vive, yo vivo”. Porque Dios es Todo, somos salvados del yo con todo su egotismo. Jesús probó de manera concluyente que el ego personal que trata de hacer el bien, debe renunciar con confianza a todo sentimiento de éxito o fracaso como un mortal que causa algo. Jesús nos demostró que debemos ceder a Dios como la única causa.
Qué amor más grande podemos tener por nuestros queridos familiares y amigos —y por la humanidad— que abandonar nuestra propia historia, viviendo de forma desinteresada, y siguiendo el ejemplo de Jesús, permitiendo que el “yo” vaya a Dios, el Padre. El Maestro, al abandonar su historia de vida humana, volvió a levantar el velo de la percepción material de la vida con sus congojas y sufrimientos y, mediante su resurrección, mostró la absoluta supremacía de la Vida y bondad divinas.
Mary Baker Eddy comprendió que a medida que nos aproximamos al ejemplo del Maestro, podemos abandonar gustosamente el velo de la mortalidad, y ver cómo finalmente se disuelve ante la verdad espiritual y la realidad de la salvación universal en Cristo. Aun cuando nuestro camino a veces parezca difícil, comenzamos a ver que la devoción y adoración a Dios, el Espíritu divino, es la verdadera historia que nos revela constantemente la alegría y el bien presentes.
¿Parece difícil abandonar el yo? ¡A veces sí! Puede parecer muy difícil dejar de creer que nuestra vida está compuesta de episodios tanto de bien como de mal, de alegrías y pesares. Después de todo, ¿acaso no es de una trama dramática de la que surge una buena historia? ¿Sentimos que renunciar a nuestra historia sería como anotarse para ser tan solo un pequeño bulto amorfo sin sentimientos de amor, alegría y logros humanos?
Jesús nos demostró que descubriremos que la vida en la materia no es de ninguna manera la fuente del amor, la alegría o la vida, y que la condición finita de la vida material finalmente nos decepcionará. Podemos abrir nuestros ojos y empezar a experimentar con gusto los momentos en que sacrificamos el yo mortal, y percibir claramente nuestra identidad inmortal como el reflejo espiritual de Dios. Podemos vivir momentos de resurrección y ascensión del pensamiento, que revelan y demuestran la realidad de la perfección espiritual al sanar aquí y ahora.
La Vida divina es la fuente de toda existencia, de toda felicidad, de perfectas relaciones y armonía. La curación es el resultado de alcanzar una perspectiva clara de la omnipresencia de la Vida divina —la Vida de la cual somos la imagen ahora y para siempre— y esto disipa la niebla del sueño mortal.
Un himno hermoso sobre la Pascua del Himnario de la Ciencia Cristiana incluye estas palabras:
Si al Espíritu acudimos
hallaremos libertad,
y al Salvador veremos
en la gloria de su paz.
(Frances Thompson Hill, No. 413, trad. © CSBD)
No tenemos nada que perder al abandonar nuestra historia mortal, sino todo que ganar: ¡la Vida eterna!
