Comencé a beber alcohol antes de ser adolescente. Para cuando era un hombre joven, a fines de los años 60 y comienzos de los 70, era formalmente un alcohólico, además de tener el vicio de los narcóticos. No obstante, yo siempre oraba. No recuerdo exactamente cuándo adopté el hábito de orar. Pero siempre le pedía a Dios ayuda, protección y salud.
Vengo de una familia de gente marginada de las minas de carbón de Virginia Occidental, algunos de los cuales, incluido mi padre, habían hecho la migración de gente de color al norte. El trabajo que él realizaba todos los días como albañil de mampostería era abrumador. De manera que mi trabajo como reportero de un periódico era una gran cosa para mi familia, y fuente de mucho orgullo para mi papá. Cuando, con lágrimas en los ojos, me dijo que ver mi adicción era lo más difícil que había tenido que enfrentar, me sentí perturbado.
En un momento dado, decidí dejar de beber y entrar en rehabilitación, pero me aseguré a mí mismo de que podría drogarme una vez cada tanto, y que eso estaría bien. Un día, busqué una justificación racional para usar drogas nuevamente y tomé una sobredosis. Y en mi imaginación me encontré cayendo en un abismo, un pozo oscuro.
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