Hace varias décadas, al responder con alegría a la llamada telefónica de una compañera de trabajo en una organización comunitaria, ella exclamó: “¿Qué hace que estés de tan buen ánimo y feliz todos los días?”.
Su comentario me sorprendió, simplemente porque sentía una alegría rebosante en mi corazón. No tenía nada que ver con los altibajos de la experiencia humana diaria. Provenía de lo que estaba aprendiendo cada día acerca de la gran bondad de Dios y el maravilloso poder que tiene para hacernos sentir valiosos y amados, y para traer curación a nuestra vida y a la de los demás. En realidad, estaba sintiendo la alegría de Dios, como lo expresa este versículo de la Biblia: “El Señor tu Dios vive en medio de ti. Él es un poderoso salvador. Se deleitará en ti con alegría. Con su amor calmará todos tus temores. Se gozará por ti con cantos de alegría” (Sofonías 3:17, Nueva Traducción Viviente). Aún hoy siento esta alegría en mi corazón todos los días, incluso en los difíciles.
Recientemente, mientras estudiaba la Lección Bíblica del Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana, me sentí profundamente conmovida por las palabras de Cristo Jesús en su tierna oración por sus seguidores, de entonces y de hoy, en el capítulo 17 del Evangelio de Juan. Su oración afirmó que sus seguidores eran eternamente uno con Dios y con él, y que su obra por la humanidad continuaría a través de ellos. Luego dijo: “Hablo esto en el mundo, para que tengan mi gozo cumplido en sí mismos” (versículo 13). Ciertamente, la profunda alegría espiritual que Jesús sentía, y que él anhelaba que se cumpliera en todo corazón humano, era lo que Dios siente por Su creación. El hecho de que Jesús orara para que esto se cumpliera en cada uno de nosotros, me impresionó muchísimo. Me inspiró a comprender esto mejor y conservarlo más que nunca dentro de mí misma.
Generalmente no se piensa que Jesús expresara alegría. De hecho, los cristianos con frecuencia han escuchado estas palabras de Isaías 53:3: “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto”. Y cualquiera que lee las narraciones de la Biblia sobre la experiencia de Jesús mientras cumplía con su misión en la tierra verá que él sufrió muchísimo.
No obstante, Jesús se regocijaba al conocer la verdadera naturaleza de Dios y que él era Su Hijo amado. Además, que su Padre le había dado un propósito sagrado en la tierra: hacer que cada uno de nosotros tomara consciencia de la verdadera naturaleza de Dios y de nuestra naturaleza y propósito verdaderos como Sus hijos amados. Sin embargo, Jesús recibió un rechazo y un maltrato feroces por lo que estaba haciendo —reformar el carácter humano y sanar a los enfermos— porque amenazaba con anular el orden establecido y demoler los consolidados modelos de autoridad.
A pesar de todo, el amor de Jesús por Dios y por toda la humanidad era completo e inquebrantable. Su corazón estaba lleno del amor de Dios y de la comprensión de que Su amor se manifestaba plenamente en aquellos que eran reformados y sanados a través de su compasión y sus oraciones. Su espíritu estaba totalmente dedicado a vencer todo sufrimiento y persecución mediante el poder supremo de la Verdad y el Amor divinos. Y triunfó en cada oportunidad.
Todo corazón humano merece sentirse valorado y amado, lo cual incluye saber que tenemos un propósito importante en la vida. Estos sentimientos puede que estén ocultos y sean desconocidos dentro de la persona; sofocados por el trato injusto, la sensación de sentirse indigno o como resultado de un sufrimiento terrible. O puede que exista una agobiante insatisfacción con una vida que está muy bien solo en la superficie. Jesús buscó —y logró tocar— esos sentimientos sinceros por medio del amor puro de Dios que irradiaba de su carácter y su compasión por la humanidad.
En una ocasión, una mujer de notoria impureza sintió tan profundamente el amor puro que Jesús impartía, que entró con audacia sin ser invitada a la casa de un fariseo llamado Simón, que estaba agasajando a Jesús. Durante la cena ella se acercó a Jesús por detrás, llorando. Se inclinó, le lavó los pies con sus lágrimas, los besó, los secó con sus cabellos y los untó con un costoso ungüento (véase Lucas 7:36-50). Aunque Simón reprendió a Jesús por permitir que le hiciera eso, Jesús —al detectar en la mujer un corazón arrepentido— le dijo a ella: “Tus pecados te son perdonados”. Solo puedo imaginarme de qué manera la alegría de Jesús estaba comenzando a cumplirse en aquella mujer. Ella debe de haber sentido el toque de la Verdad y el Amor divino —el Cristo, expresado en la compasión de Jesús— y debe de haber sido un enorme estímulo para ella, el que él afirmara su pureza innata como hija de Dios, y que podía comenzar una nueva vida.
Ese Cristo está aún con nosotros hoy y se hace comprensible en las enseñanzas de la Ciencia Cristiana. Podemos encontrar una alegría indescriptible al aprender acerca de nuestra identidad pura e intacta como creación preciosa de Dios, la cual puede probarse por medio del amor transformador del Cristo. Ciertamente, el corazón de Jesús debió de haberse conmovido considerablemente cuando alguien fue sanado aun de una pequeña dolencia física o una leve falla en el carácter, así como cuando alguno fue sanado de una grave enfermedad o redimido de una seria falta moral.
Cualquiera puede aprender y experimentar la naturaleza verdadera y demostrable de Dios como Amor divino, y la identidad inviolable que tenemos cada uno por ser el hijo espiritual eternamente amado de Dios. Nuestro propósito es vivir una vida que refleje Su amor y ayude a otros a tomar consciencia de su valor y propósito como hijos e hijas de Dios. Saber esto inspira una profunda e inquebrantable alegría —cualidad que forma parte de nuestra identidad como reflejos de Dios— que persiste pase lo que pase, permitiéndonos triunfar sobre cualquier desafío, incluso el rechazo y la persecución humanas. En Escritos Misceláneos 1883-1896, Mary Baker Eddy habla acerca de su propia experiencia al decir: “El descubrimiento y la fundación de la Ciencia Cristiana me han costado más de treinta años de incesante trabajo e inquietudes; pero, comparados con la alegría de saber que el pecador y el enfermo son así ayudados, y que el tiempo y la eternidad testifican de este don de Dios a la humanidad, yo soy la deudora” (pág. 382).
¡Es así como se cumple la alegría de Jesús!
Barbara Vining
Redactora en Jefe