La Pascua nos brinda oportunidades para que nuestra vida se renueve y transforme. Con el simple cambio de estaciones, hay un estallido de brillantes narcisos amarillos y cólquicos púrpura que atraviesan la tierra endurecida. En un nivel mucho más profundo, la Pascua resuena como la época de la completa y perfecta demostración que hizo Cristo Jesús del reino del bien, Dios, la Vida eterna. Jesús se elevó por encima de las mentiras, el dolor físico y la muerte; y su innegable victoria aumenta las posibilidades de que se manifieste nuestro propio sentido de resurrección o revitalización del bien, allí mismo donde nos encontramos.
En Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, Mary Baker Eddy define resurrección metafísicamente como “espiritualización del pensamiento; una idea nueva y más elevada de la inmortalidad, o existencia espiritual: la creencia material cediendo ante la comprensión espiritual” (pág. 593). En un sentido espiritual, la resurrección se produce como resultado de obtener una comprensión más profunda de la Vida, Dios, y del hombre como inseparable de Dios y Su bondad. Cualquier individuo es “resucitado” en proporción a su comprensión de la Vida divina, y a su disposición y compromiso de participar en una forma espiritualizada de pensar y agradecer profundamente por ella.
La comprensión que Jesús tenía acerca de la Vida fue probada con tan resonante sentido de plenitud, que lo capacitó para escapar de la tumba y reaparecer a sus discípulos con el mismo cuerpo herido que ellos creían que estaba enterrado en un sepulcro para siempre. En tan solo tres días, Jesús salió con el mensaje más significativo que la humanidad haya recibido jamás: la Vida es eterna, indestructible: y sí, la bondad reina.
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