La celebración cristiana de la Pascua honra la resurrección de Jesús, el modelo absoluto de todo lo que es bueno. Él venció la muerte casi al término de su experiencia humana de sanar y redimir a la humanidad por medio de sus palabras y obras. La relevancia de este hecho se relaciona hoy con nuestro anhelo natural de elevarnos y salir de la desesperanza hacia un estado de paz y salvación. El acontecimiento incomparable de Jesús toca los corazones humanos con la presencia poderosa del Cristo, la Verdad; la Palabra viviente e intemporal de Dios que viene a cada uno de nosotros. Esta presencia práctica y activa, que nos despierta a la verdad espiritual de nuestro ser —nuestra semejanza divina— hace que la resurrección se relacione con los problemas que tenemos a diario hoy en esta época tan difícil.
El triunfo de Jesús mostró a toda la humanidad lo que significa vencer condiciones materiales insuperables. Mostró que las experiencias por las que pasamos no cambian nuestro ser real y verdadero. En otras palabras, la resurrección de Jesús nos dice que la vida y la bondad son inmortales. La muerte no tiene la última palabra. Así que surge la pregunta: ¿Cómo podemos redimir, superar o sanar las cosas terribles o difíciles que ocurren en nuestra propia vida? Jesús hizo la demostración suprema de lo que nosotros podemos hacer poco a poco en nuestra vida hoy.
En una era materialista, tal vez parezca difícil comprender y aceptar cómo alguien puede recuperarse de lo que para nosotros parece ser un suceso irreversible, tal como la muerte. No obstante, muchos de nosotros resucitamos un sentimiento de alegría después de escuchar malas noticias. O sentimos esperanza después de desesperarnos por la situación del mundo. O bien, un sentido de propósito cuando un cambio lleva la vida en una dirección inesperada.
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