De todos los temores que nos agobian, el miedo a lo desconocido puede parecer el más aterrador. La pandemia del COVID-19 es un buen ejemplo. Desde un principio, los informes de los medios de comunicación han tendido a magnificar el temor y la incertidumbre que muchos ya sienten al bombardearnos a diario con imágenes perturbadoras y los peores casos. “Simplemente, hay muchas cosas que no sabemos”, nos dicen los expertos.
Por el contrario, la Biblia describe a Dios como el que todo lo sabe. El Salmo 139 comienza diciendo: “Oh Señor, tú me has escudriñado y conocido. Tú conoces mi sentarme y mi levantarme; …Por detrás y por delante me has cercado, y tu mano pusiste sobre mí. … ¿Adónde me iré de tu Espíritu, o adónde huiré de tu presencia?” (versículos 1, 2, 5, 7, LBLA). El escritor de esta conmovedora oración vivió en el mismo mundo que nosotros, pero lo veía de otra forma. El sentido espiritual le reveló la omnipresencia de Dios. Y es posible que haya tomado consciencia de Su presencia, incluso durante un momento de crisis, como ocurrieron tantos de los más grandiosos discernimientos espirituales de la Biblia.
Cada uno de nosotros tiene la capacidad que Dios nos ha dado de conocer lo que Él conoce; de percibir la única realidad verdadera de Su creación espiritual, y de conocernos a nosotros mismos como espirituales, guardados con seguridad en esta creación. Entonces comprendemos que esto es lo único que Dios conoce, y que no existe nada desconocido, ni para Dios, quien es la Mente infinita, ni para nosotros, porque expresamos esta Mente. Y todo lo que Él conoce es espiritual, no material. Comprendí esta idea desde un enfoque totalmente nuevo para mí cuando leí esta definición de lo desconocido que aparece en el Glosario del libro de Mary Baker Eddy, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Aquello que sólo el sentido espiritual comprende, y que es desconocido para los sentidos materiales.
“El paganismo y el agnosticismo pueden definir a la Deidad como ‘el gran incognoscible’; pero la Ciencia Cristiana acerca a Dios mucho más al hombre, y hace que se Lo conozca mejor como el Todo-en-todo, para siempre cercano” (pág. 596).
Aquí, la autora señala en pocas palabras que el temor es el producto de no conocer a Dios. Y no conocer a Dios es el resultado de permitir que los cinco sentidos (“los sentidos materiales”) dicten nuestro punto de vista acerca de la vida y la salud. Si escuchamos a las autoridades decir que el aire que respiramos o la gente con quienes nos encontramos podrían transmitirnos un virus peligroso, naturalmente tendremos miedo. Si esas mismas autoridades nos avisaran que se ha contenido la amenaza del contagio, nuestro temor naturalmente disminuiría. Pero el temor subyacente en la vulnerabilidad, la enfermedad y la muerte seguirá presente en nuestro pensamiento, a menos que encontremos alguna forma de enfrentarlo.
La Ciencia Cristiana nos ofrece cómo hacerlo. Nos invita a mirar más allá de las evidencias obvias, tal como hacen otras ciencias. Pero aún más, nos capacita para ver más allá de los poderes humanos de la observación y el intelecto hacia la naturaleza misma de Dios. Este “mirar” envuelve “el sentido espiritual”, la capacidad de pensar espiritualmente que Dios nos ha dado a todos; de ver, oír y sentir lo que Dios, el Espíritu, nos está comunicando. En la Biblia hay poderosos ejemplos de esto.
El Salmo 46 dice que Dios es “nuestro refugio y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones”. El escritor compara las aguas que braman y se agitan (indicando lo que los cinco sentidos informan) con la corriente de un río tranquilo donde “Dios está en medio de ella” (lo que informa el sentido espiritual). Este salmo incluye referencias al bramido, los asolamientos, la guerra y el fuego, y luego concluye: “Estad quietos, y sabed que yo soy Dios; …El Señor de los ejércitos está con nosotros; nuestro baluarte es el Dios de Jacob” (versículos 1, 3, 5, 10, 11, LBLA). Si pensamos que vivimos en una época incierta, imagínense vivir durante los períodos de enormes disturbios políticos y sociales registrados en la Biblia, y, no obstante, en quietud, sentir esa presencia divina.
La Biblia es una especie de biografía de la creciente comprensión de Dios que ha adquirido la humanidad. A través de sus páginas, descubrimos la naturaleza de Dios en esclarecedoras frases como estas: “Como uno a quien consuela su madre, así os consolaré yo;” “yo soy Dios, y no hay ningún otro;” “Con amor eterno te he amado” (Isaías 66:13; 45:22; Jeremías, 31:3, LBLA).
La naturaleza de Dios fue revelada plenamente a través de la vida de Cristo Jesús. Por ser hijo de Dios, Jesús no solo Lo conocía íntimamente, sino que también confirmó Su naturaleza totalmente buena y espiritual al sanar a la gente. ¿Es de sorprender que él fuera no solo el hombre más amoroso y perspicaz sobre la tierra, sino también el que tuvo menos temor?
Los Evangelios cuentan que la gente venía a Cristo Jesús en las situaciones más desesperadas: La hija de un rabino que acababa de morir; un joven que sufre el ataque de una misteriosa enfermedad y tiembla sin control a los pies de Jesús; un hombre demente y violento que aparece en un cementerio y lo enfrenta; una intensa tormenta que alcanza la barca y a los discípulos de Jesús cuando están a kilómetros de la costa.
Jesús resuelve cada situación con rapidez y tranquilidad. Su respuesta en medio de la tormenta es particularmente reveladora (véase Marcos 4:35-39). Según se describe, él estaba “durmiendo sobre un cabezal” mientras las olas golpeaban contra la barca en la que se encontraba con sus discípulos. Ellos lo despertaron y le preguntaron por qué no le importaba que todos fueran a morir ahogados.
¿Dormía Jesús tan profundamente? ¿O estaba en tal sintonía con Dios, tan consciente de la presencia del Amor divino, que literalmente no se encontraba “en” la tormenta? Y entonces se levantó y dijo con autoridad “Calla, enmudece”, y las aguas se tranquilizaron.
Este mensaje, “Calla, enmudece”, llega a nuestras mentes y corazones ahora como lo hizo entonces. Es lo que Dios nos está diciendo a cada uno de nosotros por medio del Cristo, el cual Ciencia y Salud describe como “el divino mensaje de Dios a los hombres que habla a la consciencia humana” (pág. 332). Este mensaje está aquí para sanar nuestros temores ayudándonos a ver lo que está realmente ocurriendo; revelando la realidad de lo que Dios siempre ve y conoce. Cuando escuchamos el mensaje del Cristo y lo recibimos en nuestros corazones, nos envuelve una gran paz. Es esta paz espiritual la que, habiendo eliminado el temor, abre el camino para la curación.
La Ciencia Cristiana nos capacita para ver más allá de los poderes humanos de la observación y el intelecto hacia la naturaleza misma de Dios.
Sentí esta profunda paz inconfundiblemente una noche, cuando nuestro hijo pequeño de pronto se enfermó. Lo que comenzó con una fiebre leve rápidamente se intensificó, y fui presa del miedo a pesar de mis oraciones. Llamé a mi esposa, quien acababa de salir de un servicio religioso. Ella estaba con una practicista de la Ciencia Cristiana, quien estuvo de acuerdo en venir de inmediato a casa y orar por nuestro hijo. Mi esposa y yo por supuesto habíamos estado orando, y estábamos muy agradecidos por el apoyo de la practicista. Yo estaba listo para llamar al número de emergencias si la situación empeoraba, pero en el momento en que esta mujer de pensamiento tan espiritualizado entró en nuestra casa, sentí que el Cristo tranquilizaba mi pensamiento y reconfortaba a mi hijo con la certeza de que Dios lo mantenía a salvo. En pocos minutos, la fiebre desapareció —se desvaneció en la nada— y él volvió a respirar y a actuar con normalidad una vez más. Fue una de las experiencias de curación más inmediatas y sagradas que yo haya tenido jamás; es más, no pude hablar sobre ella por mucho tiempo.
Esta experiencia, y tantas otras que nuestra familia ha tenido a lo largo de los años, confirman el poder sanador de conocer a Dios como la sustancia misma de nuestro ser. Y muestran que Él nos ama y nos preserva, no tanto por rescatarnos del mal, sino por ayudarnos a comprender que el mal —incluidos la enfermedad, el odio, la violencia y la destrucción— nunca es la realidad que parece ser. Y se vuelve menos convincente para nosotros a medida que la comprensión de Dios alborea en nuestro pensamiento. Aunque todavía no conocemos a Dios tan completamente como lo conocía Jesús, él nos enseñó que el Cristo que él vivió y demostró como la Verdad es eterno y está aquí hoy diciéndonos: “No tengas miedo” (Marcos 5:36, NTV), y “alégrense porque sus nombres están escritos en el cielo” (Lucas 10:20, NTV); tu verdadera identidad es espiritual, creada y mantenida por la única Mente perfecta que es Dios.
Cuando comenzó a escribir Ciencia y Salud, Mary Baker Eddy se lo describía a sus jóvenes vecinos de la siguiente manera: “Estoy escribiendo la vida de Dios” (The Mary Baker Eddy Library, “The Reminiscence of Mrs. G. E. Belisle,” October 20, 1934). Su libro saca a relucir la profundidad espiritual de lo que la Biblia enseña acerca de Dios. Millones de lectores de este libro han experimentado la relación directa entre conocer a Dios y ser sanado. La Sra. Eddy escribe: “Es nuestra ignorancia de Dios, el Principio divino, lo que produce la aparente discordancia, y el entendimiento correcto de Él restaura la armonía” (Ciencia y Salud, pág. 390). Restaura la calma. Sana nuestro miedo a lo desconocido. Nos ayuda a conocer lo que nuestro creador conoce acerca de nosotros: que existimos como el conocimiento mismo que tiene la Mente divina de su propia individualidad perfecta. Cuando vislumbramos esto, podemos sentir lo que San Pablo debe de haber sentido cuando escribió: “Todo lo que ahora conozco es parcial e incompleto, pero luego conoceré todo por completo” (1 Corintios 13:12, NTV).