Hace algunos años, cuando el mundo enfrentaba la epidemia de una cepa particularmente agresiva de gripe, comencé a tener esos síntomas. La verdad es que no me preocupé mucho. Simplemente quería “dormir hasta que se me pasara”. Pero unos días después, al ver que los síntomas no desaparecían, finalmente me di cuenta de que debía enfrentar el problema como un Científico Cristiano.
Lentamente comencé a pasar por las etapas que, según yo pensaba, debía atravesar un Científico Cristiano: leer la Lección Bíblica semanal del Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana, repetir el Padre Nuestro, escuchar himnos y llamar a un practicista de la Ciencia Cristiana para pedirle tratamiento en esta Ciencia. Sin embargo, las cosas parecían ir de mal en peor. Transcurrieron varios días, y aún no podía retener los alimentos, y solo lograba beber un poquito de agua. Perdí más de dieciocho kilos esa semana. Y a esta altura mis familiares trataban de ocultar la preocupación que sus rostros expresaban cuando me veían.
El practicista me habló en términos que no estoy seguro de haber entendido bien en aquel entonces, aunque ahora sí los entiendo. Él trataba de recordarme que la curación en la Ciencia Cristiana no consiste en tener los pensamientos correctos en el esfuerzo por sanar un problema físico. Más bien, la curación se produce al reconocer y aceptar de todo corazón que la Verdad divina ya es verdad; es decir, que mi integridad, salud y bienestar están establecidos y mantenidos por Dios, el Espíritu, no por la materia, y que, por lo tanto, son indestructibles y están intactos.
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