¿Qué quiere decir amarnos verdaderamente unos a otros? ¿Es que el amor incluye ignorar las fallas de alguien o pretender que las cosas malas no están ocurriendo simplemente para mantener la paz?
Al considerar estas preguntas, me he sentido guiado a preguntarme, ¿siento un amor verdaderamente profundo? Si es así, ¿sé cómo compartir este amor con los demás?
Cristo Jesús enseñó y probó, y la Biblia claramente afirma, que Dios es Amor. Si Dios es Amor, entonces el verdadero amor es de Dios, y toda expresión de amor genuino en nuestras vidas debe provenir de esta fuente divina. La gracia de Dios nos capacita para expresar compasión y perdón hacia los demás. ¿Puede cada individuo tener acceso y expresar este tipo de amor? Sí. Logré llegar a esta conclusión mediante el estudio y la práctica de la Ciencia Cristiana.
La Biblia ofrece el fundamento de porqué podemos amar. En Primera de Juan afirma, “Nosotros somos de Dios”, y agrega, “Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. …Dios es amor” (1 Juan 4:6-8). Amar es ser lo que somos, “nacidos de Dios”; expresar nuestra verdadera identidad espiritual como hijos de Dios, lo cual incluye todas las cualidades del Amor divino. De modo que, todos tenemos naturalmente la capacidad de amar.
La realidad de que cada uno de nosotros es el hijo amado, o expresión espiritual, de nuestro Padre-Madre, Amor, está claramente indicado al comienzo de la Biblia, en el primer capítulo del Génesis, el cual declara que Dios —quien es Espíritu y es todo el bien— nos hizo a Su imagen y semejanza, y que somos muy buenos.
No obstante, a partir del segundo capítulo, el Génesis representa al hombre como el total opuesto de la imagen y semejanza espiritual y perfecta de Dios. Adán y Eva son materiales, no espirituales, y rápidamente pecan contra Dios, y abrazan tanto el bien como el mal. En el relato, el Amor es eclipsado por el temor, la frustración y la escasez. Y tanto el bien como el mal se transforman en la historia general acerca de la humanidad.
No obstante, finalmente, Cristo Jesús prueba que en realidad todos somos puramente buenos y tenemos una relación inseparable con Dios, con la capacidad de expresar la pureza de Su amor. Él demostró que nuestra identidad espiritual y pura como reflejos de Dios está intacta, al restaurar la salud, la santidad y la sensatez mental a incontables personas.
Incluso ahora, el Cristo omnipresente, la idea divina de Dios, que Jesús expresó en su ministerio, está en operación, al venir a la consciencia humana para sanar la enfermedad y restaurar la armonía, incluso en nuestras relaciones humanas. Esta curación se produce cuando nos volvemos receptivos a la presencia poderosa y transformadora del Amor divino, y estamos dispuestos a abandonar el enojo, el arrepentimiento y el sufrimiento emocional.
Aprendí esto por experiencia.
Cuando era niño me sentía distanciado de mi familia. La pelea entre mi madre divorciada y sus padres, con quienes yo vivía, era amarga e incomprensible para mí. Cuando tenía siete años, me mandaron a vivir con mi padre y su nueva esposa a una ciudad lejana. Pero yo tenía una relación frágil con mi padre, la cual fue de mal en peor durante mi adolescencia. Y los sentimientos de alienación continuaban, porque en mis visitas anuales a mi madre era obvio que ella estaba sumiéndose en una enfermedad mental. Con el paso de los años, tuve cada vez menos contacto con ella.
Por ser hijo de Dios, simple y sencillamente, tenía que amar.
Varios años después, ya de adulto, recibí una llamada informándome que mi madre había sido hospitalizada debido a diversos y serios problemas médicos. Ella también había perdido la capacidad de vivir independientemente. Hice los arreglos para que viviera en una residencia para personas de edad cerca de la ciudad donde mi hermano y yo vivíamos, y luego viajé en avión al otro lado del país para sacarla del hospital. Mi mamá no era estudiante de la Ciencia Cristiana, pero yo la estaba practicando activamente en ese momento.
Cuando llegué al hospital, el médico con mucha amabilidad me explicó que mi mamá mostraba la mentalidad de una niña de seis años, e iría retrocediendo cada vez más. Oré sabiendo que, si el plan que Dios tenía para ella era que viniera conmigo, ya era un hecho y no podía detenerse. Pude sacarla del hospital, pero el vuelo a casa no fue fácil. Como no podía sentarse derecha, cuando no se comportaba mal, dormía acostada sobre tres asientos con su cabeza sobre mi regazo.
Mientras mamá dormía, comencé a pensar en mi traumática relación con ella, y el hecho de que me había pasado toda la vida evitando enfrentamientos familiares y sintiendo compasión de mí mismo. Aunque habían pasado décadas, los persistentes recuerdos del caos doméstico aún abrumaban mi pensamiento. Oré con todo mi corazón pidiendo un mensaje reconfortante de mi único y verdadero Progenitor, mi Padre-Madre Dios.
Me vinieron de inmediato ideas inspiradoras. Me di cuenta de que el poder de la fuerza de voluntad personal —al obligarme a mí mismo a ser fuerte cuando trataba de superar el maltrato— era en última instancia inadecuado para vencer mi pasado doloroso. Caí en la cuenta de que necesitaba el amor de Dios para poder perdonar verdaderamente. Por ser hijo de Dios, simple y sencillamente, tenía que amar. Pero ¿cómo?
Al recostarme en el asiento, me vino esta oración: “Querido Dios, enséñame a amar”. En aquel momento, sentí que toda la resistencia desaparecía, mientras sentía el amor de Dios por todos. Su gracia me embargó cuando abrí mi corazón para recibirla. Me sentí ansioso de dejar atrás mi desconcertante pasado. Sentí por primera vez que Dios me daba un amor genuino por mi mamá y por todos los otros miembros de la familia. El perdón inundó mi pensamiento, y lloré sintiendo un gran alivio.
No mucho después escuché una voz alegre: “¡Estoy tan contenta de mudarme más cerca de ti y de tu hermano!”.
Por un momento me quedé estupefacto. “¿Mamá?”
El amor de Dios nos había purificado a los dos. A partir de ese momento, mi madre fue amorosa, optimista y entusiasta. Su comportamiento fue totalmente contrario a la regresión mental que el doctor había pronosticado. Las visitas de fin de semana eran muy agradables, y ella expresó bondad y gratitud todo el año que le restó de vida.
Desde entonces, he atesorado esta verdad que comparte el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, por Mary Baker Eddy: “La oración que reforma al pecador y sana al enfermo es una fe absoluta en que todas las cosas son posibles para Dios, una comprensión espiritual de Él, un amor abnegado” (pág. 1).
Aquella oración en el avión, “Enséñame a amar”, representaba un amor desinteresado, el cual incluía dejar de estar absorto en mí mismo y de sentir autocompasión. Tanto mi mamá como yo fuimos bendecidos con esa oración. Sentí que mi madre finalmente descubrió la alegría que proviene de una vida inspirada por Dios, y yo finalmente recuperé a mi mamá. De hecho, sentí que, por primera vez, se cumplía mi deseo de toda la vida de sentir el afecto de una madre.
Verdaderamente, Dios es Amor, y nosotros individual y colectivamente expresamos este Amor. “Enséñame a amar” fue la oración perfecta para mí entonces, y continúa siéndolo hoy. Puesto que, como descubrí, no se trata simplemente de desear traer curación; consiste en ceder a Dios, abriendo el camino para recibir la respuesta del Amor. Para mí, esa respuesta incluyó, no solo redención para mí y mi mamá, sino un sentido perdurable de lo que es el amor verdadero y sanador, y cómo todos podemos vivirlo.