Un miembro de la iglesia me dijo: “Nuestra iglesia es solo una sombra de lo que solía ser”. Reflexioné sobre eso por un momento. ¿Qué solía ser nuestra iglesia? He visto los bancos de nuestra iglesia más llenos en el pasado y nuestra Escuela Dominical repleta de alumnos. ¿Podría haber sido a esto a lo que se refería el miembro?
La pregunta se me quedó grabada y pensé en ella más detenidamente. ¿Cuáles son las señales de una iglesia saludable? ¿Mucha gente presente, un estacionamiento abarrotado, una Escuela Dominical repleta, una oleada de nuevos miembros, abundantes colectas? ¿Son estas las normas que usamos para medir la salud de nuestras iglesias? Si bien pueden ser los parámetros del mundo, ¿indican necesariamente el poder que impulsó el crecimiento de la Iglesia cristiana primitiva? En Hechos leemos: “muchas maravillas y señales eran hechas por los apóstoles. … Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos” (2:43, 47).
Nuestras iglesias tienen el derecho de prosperar, de atraer incluso a nuevos asistentes y miembros, porque el propósito de la iglesia es tener un impacto sanador en la comunidad y, de hecho, en el mundo. Pero si esto es lo que realmente queremos para nuestras iglesias, ¿no sería mejor dejar de enfocarnos en los parámetros externos y familiarizarnos, en cambio, más estrechamente con la causa y sustancia espirituales de la Iglesia; aquello que, cuando se comprende, aporta naturalmente el poder de Dios a nuestra experiencia en la iglesia y bendice a nuestras comunidades?
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