Cuando mi amada madre, Kelly, falleció repentinamente, me sentí desconsolada. Durante el tiempo en que estuve cuidándola, esperaba que siguiera con nosotros por muchos años más. No podía imaginar estar sin ella.
Comencé a orar y me di cuenta de que había estado aceptando la visión material y limitada de que su vida estaba en un cuerpo. Sin embargo, como estudiante de la Ciencia Cristiana, sabía que este punto de vista no era la realidad de mi madre como el reflejo del Espíritu, Dios. Estas preguntas me vinieron a la mente: “¿Voy a ver a mi mamá como material, con un comienzo al nacer y un final al morir, y separada de Dios? ¿O elijo verla como espiritual e inmortal, sin principio ni fin, con su vida segura y a salvo en Dios?”. Mientras luchaba con el dolor, comencé a apartarme de la falsa creencia de que la vida está en la materia y a reclamar lo que es verdad: que mi madre está hecha a imagen y semejanza de Dios y que continúa para siempre, alegre y completa bajo Su cuidado amoroso.
Meses después, me despertó en medio de la noche un pensamiento muy claro: “Es el desierto, Kristin”. Inmediatamente abrí Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras para leer la definición de desierto en su Glosario: “Soledad; duda; tinieblas. Espontaneidad de pensamiento e idea; el vestíbulo en que el sentido material de las cosas desaparece, y el sentido espiritual revela las grandes realidades de la existencia” (Mary Baker Eddy, pág. 597).
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