Cuando tenía poco más de veinte años, vivía en la ciudad de Nueva York, donde me encantaba asistir a la escuela de arte; sin embargo, estaba enredado en una relación infeliz.
Mi novia y yo nos conocimos y nos pusimos de novios en la universidad y después de eso, fue un noviazgo a larga distancia. Por un corto tiempo intentamos vivir juntos, pero faltaba algo: lo nuestro carecía de profundidad y conexión, y esto inevitablemente provocaba fricción. No solo me sentía solo, sino también culpable por permanecer en una relación que no nos hacía felices a ninguno de los dos.
A menudo llamaba a mi madre y me lamentaba. Ella estudiaba la Ciencia Cristiana desde hacía unos años y ocasionalmente me presentaba ideas que aprendía de su estudio. Yo no siempre era receptivo a escuchar comentarios acerca de Dios, pero había crecido con un respeto por la Ciencia Cristiana. La madre de mi padre, que era una persona extremadamente amorosa, a veces compartía ideas de la Ciencia Cristiana con mi hermana y conmigo. Yo tenía una Biblia y un ejemplar de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, por Mary Baker Eddy, y a veces leía la Lección Bíblica semanal del Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana cuando necesitaba estar más inspirado, pero no sentía que estaba progresando espiritualmente.