Hace varios años, me sentí herida y bastante desanimada por las acciones de algunos miembros de mi familia. Durante este tiempo, comencé a experimentar síntomas de una infección del tracto urinario.
Oré para verme a mí misma y a todos en nuestra verdadera luz espiritual, como hijos inocentes de Dios, amados por nuestro divino Padre-Madre, amorosos, libres de pecado y discordia y puros de corazón. Me aferré a la inspiración de que cada uno de nosotros, en su verdadera naturaleza, es bendecido por el Padre y a su vez una bendición. Sabía que yo y todos los hijos de Dios reflejamos el Amor divino, por lo que mi amor por estos miembros de la familia estaba asegurado, al igual que el de ellos por mí. (La tensión con estos individuos finalmente se disolvió.)
No obstante, a medida que pasaban los días, los síntomas de la infección empeoraron, hasta que una tarde, la afección se volvió tan dolorosa que me resultaba difícil incluso sentarme quieta. Humildemente le pregunté a Dios qué necesitaba saber, y esta declaración del libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, me vino al pensamiento: “... La verdad es real, y el error es irreal”. La busqué y encontré que el contexto completo de la declaración era muy útil para enfocar mi oración: “La Verdad es inmortal; el error es mortal. La Verdad es ilimitada; el error es limitado. La Verdad es inteligente; el error es carente de inteligencia. Además, la Verdad es real, y el error es irreal. Esta última declaración contiene el punto que admitirás con mayor renuencia, aunque desde el primero al último es el que más importa comprender” (Mary Baker Eddy, pág. 466).
Leí y releí esas líneas. Inicialmente las registré como no mucho más que palabras en una página. Pero continué leyendo, deseando sinceramente vislumbrar algo de la realidad espiritual pura que transmitían.
Pronto, la palabra admitir despertó mi interés. Mientras pensaba en ello, me di cuenta de que tiene un doble significado. Por ejemplo, admitir estas verdades espirituales podría significar dejarlas entrar mentalmente, mediante la oración; como uno abriría la puerta de su casa y admitiría con alegría y gratitud a un huésped bienvenido. Admitir estas declaraciones también podía significar reconocer y aceptar que son un hecho, consentir a su verdad.
Sentí que definitivamente aceptaba con agrado estas declaraciones en el pensamiento y me comprometía con ellas al orar. Pero también podía, incluso en estas circunstancias tan difíciles, aceptar el hecho de que en ese mismo momento la Verdad, Dios, era real, y que la pretensión de enfermedad y discordia —al no tener historia ni causa en Él ni en Su creación enteramente buena y espiritual— era irreal. Esto no sería más cierto en el futuro, después de que los sentidos físicos informaran de un cambio para mejor. Tampoco la realidad de estas declaraciones esperaba que yo obtuviera una mejor comprensión espiritual y convicción de ellas. En verdad, no importaba dónde sintiera que entraba yo en el espectro humano de fe y comprensión espiritual, eso no alteraba el hecho espiritual invariable de que mi verdadero ser como hija de Dios es para siempre armonioso y perfecto a Su semejanza.
Me resistí a la fuerte renuencia a hacer esta admisión tan básica; renuencia que yo bien sabía era antinatural. Esto fue más fácil de hacer al reconocer que las verdades espirituales que estaba declarando eran la Palabra de Dios, tal como fue revelada a Mary Baker Eddy y registrada por ella en Ciencia y Salud, y tenía autoridad divina. Sabía, también, que mis curaciones anteriores en la Ciencia Cristiana, y las de muchos otros, eran testimonio de la eficacia de la oración que humildemente reconoce la totalidad de Dios.
A medida que continuaba orando —consintiendo lo mejor que podía en el hecho de que la totalidad de Dios era la realidad presente— el pensamiento comenzó a cambiar. Un sentimiento de felicidad y confianza comenzó a surgir en mi interior. Era la creciente convicción de que solo Dios y Su bondad divina eran reales y que lo que los sentidos proyectaban no tenía validez ni credibilidad.
Como resultado, esa tarde pude seguir adelante con algunas tareas simples. Al cabo de una hora, más o menos, todos los síntomas de la dolorosa infección habían desaparecido. Hubo una curación completa.
Al recordar lo ocurrido, me doy cuenta de que no estaba orando sola. Dios estaba conmigo, como lo está con todos nosotros cuando oramos con fervor.
Por la abundante gracia de Dios, expresada a través de Su Consolador, la Ciencia divina, estoy profunda y continuamente agradecida.
Sue A. Spotts
Okemos, Michigan, EE.UU.