En la Ciencia Cristiana aprendemos que Espíritu es un sinónimo de Dios y que el sentido espiritual es nuestra capacidad innata de comprender a Dios. El sentido espiritual nos capacita para que el Espíritu nos guíe en la dirección correcta.
Cuando enseño a los niños más pequeños en la Escuela Dominical, hablamos del hecho de que no podemos ver al Espíritu con nuestros ojos, pero podemos verlo expresado en lo que es bueno y perdurable. También hablamos de que Cristo Jesús caminó sobre las agitadas olas (véase Marcos 6:45-51). Jesús sabía que el Espíritu lo guiaba hacia donde fuera que necesitara estar. Confiaba completamente en Dios y sabía que Dios tenía control total sobre Su creación, incluido el mar. Sabía que la ley del bien de Dios se podía ver, sentir y demostrar.
En una ocasión, mientras estaba estacionada en una base naval en Hawái, fui a una playa local con algunos amigos. Ellos se quedaron dormidos en la playa y decidí nadar para refrescarme. Después de nadar una corta distancia, de repente me di cuenta de que una resaca me tenía atrapada. Cuanto más luchaba, más lejos me llevaba, hasta que ya no podía ver la playa. Grité, pero nadie me oyó. Entré en pánico y mi pensamiento se volvió tremendamente confuso.
Entonces recordé una frase que les gusta mucho a mis jóvenes estudiantes de la Escuela Dominical: “No hay lugar donde Dios no esté”. Este es un hecho espiritual y, por lo tanto, tenía que ser cierto en mi situación actual. Dios tenía que estar conmigo en ese mismo momento porque Él está en todas partes y nunca nos abandona. Estaba con Noé en el arca, con Daniel en el foso de los leones, con Jonás en el vientre del gran pez, y con Jesús y sus discípulos en la barca cuando se desató la tormenta. No importa cuán grave sea la situación, Dios siempre está ahí, manteniendo a Sus hijos a salvo.
Necesitaba un mensaje angelical —un pensamiento de Dios— para calmarme y dirigirme a un lugar seguro. Pronto, recibí varios: “Dios es Espíritu, y tú eres espiritual”. “Nunca puedes estar fuera de los amorosos brazos de Dios”. “El Espíritu te está moviendo”. “Deja que Dios haga la obra”. “¡Confía en Dios!”
Sabía que estos pensamientos me llegaban como una guía pura de Dios y que podía confiar en ellos. Dejé de luchar, me relajé y pensé en el amor de Dios por mí y por todo el universo. Cerré los ojos y sentí que me envolvía el amor de Dios.
Lo siguiente que supe fue que estaba acostada en la playa, boca abajo, a media milla de mi punto de partida. Después de caminar de regreso a donde estaban mis amigos, les dije que me había atrapado una resaca, pero que me había salvado al escuchar —y seguir— la guía de Dios.
Esta es una aventura que no quiero repetir, excepto por la lección que aprendí sobre confiar completamente en Dios en cada situación.
Donna Black
Sarasota, Florida, EE.UU.
