The New York Times recientemente informó que en “un gran estudio sobre personas mayores en Dinamarca ... [los investigadores] encontraron algo que no esperaban: Los adultos que se mudaron con frecuencia en la infancia tienen un riesgo significativamente mayor de sufrir depresión que sus homólogos que se quedaron en una comunidad”.
Yo podría habérselos dicho. Para cuando me gradué del bachillerato, me había mudado veinte veces. Veinte mudanzas en 18 años. Rara vez asistía a la misma escuela durante más de un año escolar, y a menudo concurría a dos escuelas diferentes dentro del mismo año.
Cambiar de lugar con frecuencia fue uno de los aspectos más difíciles de la historia de mi infancia. De hecho, cuando leí por primera vez el título del artículo, Moving in Childhood Contributes to Depression, Study Finds” (Ellen Barry, July 17, 2024), tuve que inclinar la cabeza y llorar. No de tristeza, sino con profunda gratitud. Lo que ocurre es que hay aquí una historia de la gracia de Dios. Y estoy muy agradecida de poder contarla.
A los diez años, ya estaba profundamente triste, por más razones de las que podía contar. Mudarme de nuevo estaba primero en mi lista de preocupaciones. Por ser una niña tímida y muy pequeña, aficionada a los libros, súper enfocada en el éxito académico, no hacía amigos fácilmente. El primer día en una nueva escuela era más traumático que tener hambre o ser pobre. Y nuestra familia era ambas cosas.
Pero es ahí donde realmente estaba a salvo. En aquella época, mi familia comenzó el estudio y la práctica de la Ciencia Cristiana, que había sido la religión de la infancia de mi madre. Ella la había dejado al final de su adolescencia, pero nuestra familia finalmente encontró el camino de regreso a esta comunidad amorosa de oración y curación.
Para entonces, una década de constante mudanza había hecho mella en mi sentido de mí misma en el mundo. Empezaba a sentir como si fuera una criatura algo quebrantada: no tenía ningún sentido de seguridad: de pertenencia, de lugar o de hogar.
Un día, estaba leyendo un libro de una serie favorita. La heroína vivía en un pequeño pueblo encantador, en un barrio lindo y en la misma casa a lo largo de los 25 volúmenes. Ella y sus amigos de toda la vida compartían aventuras. Sentí el tan conocido dolor del anhelo de tener una sensación estable de hogar. Deseaba tanto esa seguridad. Quería conocer a una amiga el tiempo suficiente como para sentirme cómoda al aburrirme en su compañía, frustrada con su idiosincrasia o familiarizada con su sabor favorito de helado.
Un domingo, le planteé esto a mi maestra de la Escuela Dominical, y ella simplemente me abrazó. “Yo te conozco”, dijo. Ella expresaba el amor de Dios con mucha ternura y claridad. Yo sabía que su amor estaba arraigado en su estudio y práctica de la Ciencia Cristiana, y rápidamente hice la conexión entre ese amor tierno y su compromiso con su amor por Dios. Fue entonces que comencé a recurrir a la Biblia y al libro de Mary Baker Eddy, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, en busca de un sentido de hogar, pertenencia, calidez y amistad.
Empecé a buscar, leer y amar los relatos bíblicos de personas en el exilio que esperaron décadas para llegar a la tierra que se les había prometido. Podía imaginarme a mí misma como la hija de aquellos que habían sido expulsados de su tierra natal, y vagaban por el desierto, en busca de refugio y amparo, aun confiando, no obstante, en un Dios amoroso.
Un día, después de otra mudanza abrupta que incluía una nueva escuela, así como una nueva comunidad religiosa y una Escuela Dominical (que se había convertido en el nuevo centro de “hogar” para mí), descubrí el sentido espiritual de la Sra. Eddy del Salmo veintitrés en Ciencia y Salud. Una frase me inspiró especialmente. Este es el versículo original de la Biblia: “Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y en la casa del Señor moraré para siempre” (versículo 6, KJV). Lo que me llamó la atención fue esta porción final de la línea correlativa de Ciencia y Salud, “... y en la casa [la consciencia] del [Amor] moraré para siempre” (pág. 578, según versión en inglés).
No decía “visitaré”. Decía “moraré”. Y no por un tiempo o hasta el próximo desalojo, sino para siempre. Vislumbré que cuando estaba en “la [consciencia] del [Amor]”, estaba en una casa; la casa de la que nadie podría desalojarme jamás. Lo llevaba conmigo a todas partes. Mi sentido de hogar incluía y era definido por la casa del Señor: la consciencia de Dios, el Amor divino.
Este se convirtió en mi lugar de pertenencia, mi morada. Y en un himno favorito del Himnario de la Ciencia Cristiana, encontré esta promesa:
Cielo y hogar hallarás en ti mismo,
eres el hijo de luz eternal.
Dios te vigila, te ama y protege.
Confiado sigue el sendero ideal.
(P.M., N.° 278, adapt. © CSBD)
Descubrir himnos como este cuando era niña me dio un lugar a donde ir cuando la próxima mudanza era inminente. Vivía en un sentido inmutable de hogar, y él vivía en mí. Todavía lo hace. Me ha dado una estabilidad y una seguridad que me han sostenido a lo largo de más de sesenta mudanzas.
En una época de escasez de viviendas, migración, cambios frecuentes dentro de un sistema de acogida, inseguridad laboral y una crisis mundial de refugiados —muchos de los cuales huyen de zonas de guerra—, los niños y sus familias de todo el mundo se mantienen en movimiento. En este ambiente, nada podría ser más importante que un sentimiento de pertenencia y un sentido espiritual de hogar basado en nuestra unidad con Dios, el Espíritu. Esta unidad es nuestro hogar divino y permanente.
Ciencia y Salud dice: “Sólo en la Ciencia divina se encuentra la seguridad para las reivindicaciones del ser armonioso y eterno” (pág. 232). El reino de Dios, como Cristo Jesús nos prometió, está dentro de nosotros. He descubierto que este es el lugar más seguro que jamás podamos conocer. Aquí es donde vivimos, no solo visitamos. Este es el lugar en el que habitamos, no solo por el que pasamos. Este es el lugar que nos pertenece, y nos lo da Dios, está asegurado por Dios y Dios lo llena de amor, alegría, calidez y promesa. Cuando sabemos que siempre pertenecemos a este hogar totalmente espiritual, podemos ver y sentir que estamos seguros para siempre.
