Los árboles estaban llenos de flores blancas, tanto, que desde el lugar donde estábamos parecían nevados. Pero de pronto, las “flores” se echaron a volar. Eran en realidad bandadas de garzas blancas que comenzaron a hacer giros en lo alto como remolinos de nieve. Luego, vinieron a descansar una vez más en los enormes árboles. ¡Qué espectáculo maravilloso! Atardecía, y buscaban refugio para pasar la noche. Era evidente que este era un sitio ideal.
La escena me recordó la parábola de la semilla de mostaza que Jesús relató: “El reino de los cielos es semejante al grano de mostaza, que un hombre tomó y sembró en su campo; el cual a la verdad es la más pequeña de todas las semillas; pero cuando ha crecido, es la mayor de las hortalizas, y se hace árbol, de tal manera que vienen las aves del cielo y hacen nidos en sus ramas” (Mateo 13:31, 32). A menudo asocio la semilla de mostaza con la fe, porque cuando los discípulos de Jesús le pidieron que los ayudara a tener más fe, dijo: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este sicómoro: Desarráigate, y plántate en el mar; y os obedecería” (Lucas 17: 5 y 6).
Durante años, mi mamá había buscado a Dios, así que de muy pequeña tuve fe en Dios; aunque de niña Lo imaginaba como un poderoso papá humano, a veces cariñoso y otras, no tanto. Así que tenía reservas sobre Dios. A través de mi mamá conocí varias religiones. Aunque al cabo de un tiempo las abandonaba, ya que no le mostraban al Dios verdadero que ella buscaba.
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