Una mañana, comencé a sentir un dolor agudo en el abdomen. Aunque me costaba hablar, llamé a una practicista de la Ciencia Cristiana y le pedí que orara por mí. Durante los dos días siguientes, me quedé en casa, sin poder trabajar.
Mis padres y mi hermana me apoyaron mucho durante este tiempo. Mi mamá me leía muchos testimonios de las publicaciones periódicas de la Ciencia Cristiana, a veces en medio de la noche. Especialmente cuando me sentía desanimado o casi abrumado por el dolor, estos testimonios ayudaron a volver mi atención al hecho de que la Ciencia Cristiana sana, incluso en las situaciones más agudas.
A veces se me ocurría pensar que tal vez lo más correcto era que mis padres me llevaran a un hospital. Pero cada vez que me venían esos pensamientos, sentía la profunda certeza de que Dios estaba conmigo y que podía, en cambio, confiar en Su poder omnipotente. No quería que me privaran de las lecciones espirituales de esta experiencia, y de cómo se aplicaban no solo a mí, sino a todos. En esos momentos de tan grande necesidad, a menudo me venía a la mente este versículo del relato de cuando Jesús resucita a Lázaro: “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios” (Juan 11:4).
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