Cuando tenía cuarenta años, quedé embarazada de mi tercer hijo. La noticia me brindó mucha alegría y felicidad. Sin embargo, muchos que me conocían comentaban que un embarazo era riesgoso a mi edad, y que los hijos de padres más grandes pueden nacer con problemas.
No obstante, durante el embarazo, oré y di gracias a Dios por esta bendición. Yo ya tenía dos hijos varones, y ¡ahora me habían confirmado que iba a tener una niña! Gracias a Dios, mi embarazo se desarrolló de la mejor manera, y mi hija nació sin ninguna complicación.
Sin embargo, cuando ella tenía seis años comenzó a tener síntomas de lo que un pariente cercano, que es médico, diagnosticó como un caso leve de epilepsia. Me dijeron que no sería seguro para ella nadar, y que siempre tendría dificultades de aprendizaje. Además, mi pariente dijo que a fin de manejar la situación, la cual podía empeorar, ella tendría que tomar medicación por el resto de su vida.
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