Cuando era una niña muy pequeña en lo que es hoy la República Democrática del Congo, teníamos un jardín grande lleno de verduras y árboles frutales. En el centro de este jardín había un gran huerto de frutillas, rodeado por una valla para mantener alejados a los visitantes no deseados dispuestos a probar la deliciosa fruta. Las frutillas eran grandes y dulces, de una variedad especialmente importada, el orgullo y alegría de mi madre.
Me encantaban las frutillas y las comía todos los días. Desafortunadamente, era alérgica a ellas y siempre sufría de un sarpullido con picazón después de comerlas. Mis padres sabían de la alergia y me advirtieron que no probara la fruta.
Un día, cuando volví a probar las deliciosas bayas, vi a nuestro perrito, un terrier de pelo duro llamado Tembo (elefante en swahili), comiendo de ellas, porque a él también le encantaban. Vi a los pájaros, a quienes no les estorbaban las cercas, también dándose un festín con la fruta, y pensé: “¿Por qué ellos no tienen un sarpullido con picazón cuando comen frutillas, y yo sí?”. Me pareció que yo debía tener la misma libertad de comer esas bayas que ellos. Recuerdo que me embargó un sentimiento de alivio y euforia ante esa idea.
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