Cierta noche de invierno del año 1934, acompañé a un amigo a la reunión de mitad de semana de una iglesia de la Christian Science en Londres, Inglaterra. Los testimonios sinceros que allí escuché, el ambiente general de buena voluntad y sobre todo, la alegría que experimenté después de la reunión, me convencieron de que por fin había descubierto una religión completamente satisfactoria, es decir, una religión práctica.
Sentí como si se me hubiese abierto una puerta hacia un mundo nuevo de luz, que auguraba progreso, en vez de los extremos altibajos y tristezas acumuladas de pasados días—días de incertidumbre que me llevaron al punto de estar sinceramente dispuesto a adoptar cualquier curso correcto que me fuese revelado. La Christian Science se me presentó como una respuesta a mis anhelos.
Asistiendo regularmente a los cultos dominicales y las reuniones de los miércoles por la noche, y dedicándome cada vez más al estudio del libro de texto de la Christian Science, el camino hacia la luz se me mantuvo abierto. En muchas ocasiones, al presentárseme un problema urgente, encontré la manera de pasar unos ratos en una sala de lectura de la Christian Science, alcanzando aquella paz en que se nos revela el camino a seguir.
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