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La humildad triunfante

Del número de abril de 1950 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


“Solamente conquistan la grandeza aquellos hombres y mujeres que se conquistan a sí mismos en una completa subordinación del yo material”, así escribe la más destacada Guía religiosa de nuestros tiempos, Mary Baker Eddy (The First Church of Christ, Scientist, and Miscellany, pág. 194). Los hombres están siempre esforzándose sinceramente por alcanzar la meta del bien ilimitado. Continuamente se ven empeñados en ganar distinción en los asuntos humanos, en acumular bienes personales o en adquirir conocimientos materiales. Sin embargo, tales procedimientos jamás han conducido a la demostración actual del dominio que Dios confiere al hombre.

No obstante, existen narraciones escritas hace muchos siglos, acerca de un hombre que alcanzó esta meta y de la manera en que procedió. El lugar de estos acontecimientos es el Medio Oriente. El personaje es miembro de una familia en Palestina. Ha sido carpintero de profesión pero ha abandonado sus herramientas para dedicarse al ministerio sin igual de la curación divina. Es joven — tiene menos de treinta años — está en la plenitud de la vida. Jesús de Nazaret es su nombre.

Este nazareno ha declarado que Dios es su Padre y que el hombre es en esencia igual a su Padre, es decir, espiritual y perfecto. Además, ha probado estas declaraciones por medio de curaciones sin igual, logrando con su comprensión espiritual lo que ningún otro llamado agente curativo jamás ha logrado ni jamás logrará. Su ministerio se ha extendido a multitudes de personas, su poder sin igual ha alborotado a toda la comarca en derredor. Dondequiera que vaya, sus milagros no parecen conocer límites. En fin, este poder, el cual Jesús insiste no es suyo sino el poder de Dios, amenaza no sólo los mismos cimientos de la sinagoga, sino hasta el trono del César.

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