“Solamente conquistan la grandeza aquellos hombres y mujeres que se conquistan a sí mismos en una completa subordinación del yo material”, así escribe la más destacada Guía religiosa de nuestros tiempos, Mary Baker Eddy (The First Church of Christ, Scientist, and Miscellany, pág. 194). Los hombres están siempre esforzándose sinceramente por alcanzar la meta del bien ilimitado. Continuamente se ven empeñados en ganar distinción en los asuntos humanos, en acumular bienes personales o en adquirir conocimientos materiales. Sin embargo, tales procedimientos jamás han conducido a la demostración actual del dominio que Dios confiere al hombre.
No obstante, existen narraciones escritas hace muchos siglos, acerca de un hombre que alcanzó esta meta y de la manera en que procedió. El lugar de estos acontecimientos es el Medio Oriente. El personaje es miembro de una familia en Palestina. Ha sido carpintero de profesión pero ha abandonado sus herramientas para dedicarse al ministerio sin igual de la curación divina. Es joven — tiene menos de treinta años — está en la plenitud de la vida. Jesús de Nazaret es su nombre.
Este nazareno ha declarado que Dios es su Padre y que el hombre es en esencia igual a su Padre, es decir, espiritual y perfecto. Además, ha probado estas declaraciones por medio de curaciones sin igual, logrando con su comprensión espiritual lo que ningún otro llamado agente curativo jamás ha logrado ni jamás logrará. Su ministerio se ha extendido a multitudes de personas, su poder sin igual ha alborotado a toda la comarca en derredor. Dondequiera que vaya, sus milagros no parecen conocer límites. En fin, este poder, el cual Jesús insiste no es suyo sino el poder de Dios, amenaza no sólo los mismos cimientos de la sinagoga, sino hasta el trono del César.
Jesús ha declarado que el reino de los cielos se ha acercado y es accesible aquí mismo. Multitud de personas que han percibido la verdad de sus declaraciones, liberándose de la enfermedad y el mal mediante el influjo del poder divino, le han seguido. Su fama se va extendiendo más allá de las fronteras de su propio país, y parece haber llegado el momento en que será proclamado rey más poderoso aún que el César romano, y sacerdote con más autoridad que cualquier otro miembro del antiguo Sanedrín.
Es evidente entonces por los hechos a que nos referimos, según constan en los cuatro Evangelios de la Santa Biblia, que todo lo que Jesús ha hecho es parte de un gran propósito. Es también evidente que ese propósito no es la glorificación propia, a la manera del mundo. Más bien significa la elevación en la consciencia humana del hombre espiritual, el hijo de Dios. Para poder hacer esto el sentido humano de la existencia debe humillarse; lo humano debe dar paso a lo divino, debe llegar a la comprensión y demostración de la supremacía y totalidad de Dios, subyugando la creencia de la mente en la materia, o el panteísmo, a través de la reflexión de la consciencia espiritual. Es así que encontramos en el último período de la vida del Maestro pruebas inequívocas de que la humildad del Jesús humano ha preparado directamente el camino para su resurrección y ascensión.
El Maestro no pasa de una posición de prominencia humana a su cabal experiencia espiritual. Despreciado y desechado de los hombres, pero con la aprobación de Dios, se halla pronto para la ascensión. No es un alto puesto en la sinagoga lo que le conduce a la puerta abierta de la meta suprema. Es por medio de la cruz que demuestra la Vida eterna. No como maestro humano de los hombres sino como siervo de todos llega a la completa gloria del honor divino. Tal ascensión es definida por Mrs. Eddy en sus escritos como sigue: “La renuncia de todo lo que constituye el llamado hombre material, y el reconocimiento y logro de su identidad espiritual como hijo de Dios, es la Ciencia que abre las compuertas mismas del cielo, de donde fluye el bien por todas las vías del ser, purificando a los mortales de toda inmundicia, destruyendo todo sufrimiento y demostrando la imagen y semejanza verdaderas” (Miscellaneous Writings, pág. 185).
Desde un principio Jesús pone énfasis sobre la naturaleza espiritual del hombre, y sobre su unidad con el Padre. Poco a poco, pero siempre en grado creciente, él demuestra la presencia de este hombre como la individualidad verdadera — tanto la suya como la de todos los demás. Su misión no se concierne con lo pertinente a lo humano pero sí con la importancia de lo divino. Entonces a medida que su ministerio se va acercando a su fin, es inevitable que la manifestación humana se haga menos perceptible, ya que el hombre verdadero o espiritual se hace cada vez más evidente.
No es parte de la misión de Jesús entronizar el yo humano, usurpar la autoridad ajena o asumir autoridad sobre los demás, ni tampoco defender, enriquecer, adorar o preservar indefinidamente el yo humano. Su misión es más bien la de subyugar en tal forma lo humano, que sólo el Cristo será aparente en él, atrayendo a los hombres y triunfando sobre toda la materialidad. De lo contrario, la misión de su vida fracasaría. La humildad de Jesús abandona las limitaciones y alcanza la realidad. Su humildad es el vivo reconocimiento de la eterna divinidad del hombre, no contaminada por la personalidad material.
Las palabras y obras de Jesús durante el intervalo de la última cena hasta su triunfo final, significan el abandono para siempre del sentido humano y mortal. Al momento de ser traicionado no hace nada en defensa propia, ni se justifica a sí mismo; tampoco condena a Judas. Al ser arrestado ni el orgullo ni el temor lo inducen a retener a sus discípulos, sino que al contrario su amor desinteresado los libera, permitiéndoles escapar de una prueba para la cual no están preparados.
A aquellos que no pueden velar con él una sola hora, a pesar de que les explica cuán esencial es, Jesús dice (Mateo, 26:45): “Dormid lo que resta del tiempo, y descansad.” No hay amargura ni conmiseración propia a causa de la incapacidad demostrada por los discípulos de comprender la agonía de esa hora. Tampoco les vitupera a causa de su torpeza, ni se tiene lástima de sí mismo. El Maestro le manifiesta a Pedro que él le abandonará en la hora de prueba, pero no hay en Jesús ningún sentimiento de orgullo ni de voluntad humana que impida que Pedro le niegue y abandone públicamente. Ningún sentimiento de injusticia impele al Maestro a que oponga resistencia a sus perseguidores, murmure contra ellos o los amenace. No resiente las afrentas que se echan sobre él. Soporta todas las burlas y crueldades sin abrir la boca. Su ser humano permanece callado, en tanto que la idea espiritual, que está más allá de la influencia del odio, se hace más aparente.
Los relatos demuestran que cuando Jesús es llevado ante los sumos sacerdotes y se le acusa de blasfemia, no discute las acusaciones, ni presenta testigos propios; tampoco trata de hacer frente en forma alguna a la situación desde el punto de vista humano. Pero sí se declara el Hijo de Dios, y posa su entera confianza de liberación en esta declaración de la naturaleza del Cristo. Hace frente a la fuerza bruta por medio de la curación divina. La restauración de la oreja cortada de uno de sus asaltantes tiene más importancia para él que su propio arresto. Las burlas no despiertan en él ningún sentimiento de desquite. Las mortales acusasiones son encaradas en silencio, y a las blasfemias sólo responde diciendo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas, 23:24). A Herodes no responde ni una sola palabra, y la pregunta de Pilato no recibe respuesta; pero sí contesta la oración del ladrón crucificado.
Ante Pilato, Jesús reconoce que su filiación y su reino son divinos, no esperando nada de lo humano, ni tan siquiera la liberación de la injusticia. Pero niega al mal poder alguno para crucificarle. Al momento de su demostración suprema, no responde a la mofa de los que le dicen que descienda de la cruz, pues sabe que la senda de la resurrección se halla más allá de aquella experiencia. Después de su resurrección, sus palabras a María no denotan ninguna exultación (Juan, 20:17): “No me toques; porque no he subido todavía al Padre.” Permanece humilde como cuando yacía en el pesebre. Mientras va con sus discípulos por el camino hacia Emaus no expresa en su conversación elación personal alguna por haber resucitado de la tumba. Más tarde muestra sus heridas a Tomás, en vez de exigirle adoración. Humildemente come con un grupo de sus seguidores, partiendo el pan y dándoselo. No les reprende a causa de sus dudas y su turbación mental, sino que los bendice antes de su ascensión.
La culminación de esta santa historia es la desaparición final del Jesús humano ante la completa aparición en su consciencia del hombre creado a la semejanza de Dios. La humildad humana ha dado lugar a la gloria divina. Permanece un ejemplo de cristiana hazaña que jamás palidecerá y que todos podrán emular. La grandeza de la vida del Maestro excede toda descripción. Instintivamente la asociamos con las palabras del libro de los Proverbios (15:33): “A la honra precede la humildad” y la declaración de la historiadora de la Verdad para nuestro siglio, Mrs. Eddy, quien refiriéndose a las ideas de la Mente, escribe (Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, pág. 514): “En humildad escalan las alturas de la santidad.”
“Las alturas de la santidad” alcanzadas por el Maestro fueron el resultado inevitable de su aceptación y demostración de las ideas divinas — de su obediencia al Cristo. Estas ideas lo protegieron desde Belén hasta el Calvario. No hallaron en él resistencia alguna, pudiendo así llegar a la plenitud de la divinidad en su vida. Lo abrazaron en su majestuoso desenvolvimiento, trayendo su experiencia humana a los umbrales del infinito, donde la individualidad verdadera mora por siempre.